Pienso en esa manera extraña en que nos hicimos amigos, y en el lazo tan estrecho que llegamos a crear. La nuestra era una relación atípica: ella era mayor, lo bastante como para no encontrarnos interesantes a nosotros, un par de jovenzuelos. No hablaba español, venía de una cultura bien diferente a la nuestra y poseía unos modales exquisitos que denotaban una elevada extracción social, un mundo que a nosotros nos era ajeno. Por suerte nada de esto fue una barrera para comunicarnos y entablar una bonita amistad, llena de detalles. Una amistad que fue un paradigma de comunicación y tolerancia, y de la que todos, absolutamente todos, aprendimos, incluso ella, que al principio no sabía nada de Cuba y terminó por recortarnos las noticias del periódico.
Margaret cargaba de significado todo lo que hacía, y esa fue la lección más importante que nos dejó. Poseía una elegancia natural que se manifestaba en todo lo que hacía. Si, por poner un ejemplo, nos brindaba café, y uno aceptaba, lo que venía a continuación era todo un ritual que incluía vajilla de porcelana y pastas escocesas, que ella encargaba a su sobrina especialmente para brindar a sus invitados. Si, por ejemplo, se trataba de una cena o del cumpleaños de alguno de nosotros, no escatimaba esfuerzos por hacernos sentir especiales. No se olvidaba de un detalle, era la anfitriona perfecta. Aún recuerdo el día de Navidad de hace dos años, cuando cocinó para cinco invitados un almuerzo fastuoso que sirvió en una mesa decorada con unos detalles que la mayoría de los que estábamos allí (cubanos al fin y al cabo) nunca habíamos visto ni imaginado. Todo lo había hecho ella sin ayuda, a sus 84, y todo lo quiso recoger y fregar ella misma, pues tenía un orgullo tremendo y no dejaba que nadie la ayudara, aunque yo últimamente le había cogido la baja y la chantajeaba diciéndole que si no me dejaba fregar no iba a aceptarle más invitaciones, pero era cabezota hasta decir no más.
Conocerla me hizo darme cuenta del escaso nivel de educación formal que traemos de Cuba, de la falta de detalles, de la falta de historia y de patrones en mi caso particular. Pienso cuánto la maltratamos con nuestros regalos de la feria: esas tacitas de barro pintadas de colorines que le regalamos una vez y que ella colocó sin vacilar en el lugar más visible de la cocina, mientras su vajilla de porcelana y sus cubiertos de plata sufrían envidiosos en los cajones. Pienso en el poco valor que le dí a sus regalos, que eran muchos y de buena calidad. Como aquella planta que dejé morir de sed, o ese jersey de cachemira que metí en la lavadora y que quedó inservible, apto para una niña de seis años. Y no por falta de consejos, porque bien que me explicó cómo se lavaban esas prendas delicadas pero yo no tuve la paciencia ni el deseo de seguir el protocolo, y tiré por la borda su regalo. Pero fueron tantos que mi indolencia aún no ha podido acabar con todos ellos -a pesar de mi esfuerzo por no conservar las cosas más de lo necesario- y aún puedo acordarme de ella cuando me pongo las pantuflas o el pijama que dice: "Make my dreams come true", porque la muy condenada apuntó a lo más íntimo y tierno y acolchado: las bufandas eran su fetiche, y el pastel de manzanas hecho por ella misma su regalo de despedida. De ahí que una no pueda olvidarla aunque pasen los años y de ahí también esa sensación de deuda infinita para con ese ser extraordinario que fue nuestra amiga Margaret.