lunes, 20 de agosto de 2007

La cucaracha, la cucaracha...

Esta es la historia de una mujer que le temía a dos cosas en la vida: a los pelos y a las cucarachas.
Lo de las cucarachas ya lo había resuelto. Cada día rociaba los rincones de su casa con un líquido venenoso, tan potente, que eliminaba cualquier posibilidad de brote de aquel asqueroso insecto. Pero el terror que le provocaban los pelos era más difícil de combatir: estaban por doquier.
“Todas las personas tienen pelos, y casi todos los animales de compañía”, calculaba espantada. Y a pesar de que ella se depilaba regularmente y no tenía animales de pelaje, no podía evitar que entrasen por la ventana, o encontrarlos en cualquier lugar público. Por ese motivo vivía encerrada a cal y canto, y cuando salía a la calle, lo hacía siempre preparada para “despeluzar” todo cuanto fuese a tocar: su puesto de trabajo, el asiento del autobús, o la mesa del restaurante donde comiese.
El único sitio donde no necesitaba sacar sus instrumentos de limpieza era el bar de la esquina de la agencia donde trabajaba; el mozo, tan atento, ya la conocía, y en cuanto ella entraba le limpiaba bien su mesa, para que pudiera sentarse confiada. “Aquí si vale la pena venir a tomarse un café” -decía siempre al camarero-. Pero en los demás lugares no, en los otros tenía que sacar su equipo: un par de guantes desechables, servilletas y el alcohol de noventa grados que compraba al por mayor. “Hay qué ver qué caro me sale el vicio” – decía a Rita, su compañera de trabajo y única amiga, mientras desinfectaba la ventanilla a través de la cual atendía a los clientes. “Estos hombres con pelos en los brazos me ponen histérica” – protestaba, mientras frotaba con la servilleta empapada en el alcohol, que luego botaba, con guantes y todo, a la basura.
Lo que más le costaba era mantenerse depilada, como único se sentía a gusto. Cada tres días repetía su ritual: mientras llenaba la bañera retocaba su calvicie con una navaja de barbero. Lo de afeitarse con una navaja lo había sacado de "El color púrpura". Tanto le había gustado el estilo que decidió copiarlo, y aunque al principio le costaba no cortarse, cada vez le resultaba más fácil, incluso lo hacía en tres pasos. Cuando estaba absolutamente rapada, pasaba a depilarse las incipientes cejas con cera caliente, ahí se divertía de lo lindo, haciéndole muecas al espejo con los parches de colores sobre los ojos. Y cuando se los arrancaba de un tirón sentía verdadero placer.
Luego le tocaba el turno a las pestañas. Como extraérselas era muy doloroso, había optado por recortárselas y ponerse en su lugar unas postizas. Cuando se encontraba limpia del cuello para arriba, se sentaba en el borde de la bañera y procedía a segar, máquina en mano, los minúsculos cañones de sus piernas y de sus partes pudendas. Con un gesto de asco los miraba desprenderse de la hoja de afeitar y caer al agua. Eran como bichitos pequeños, hormiguitas, pero ni con ese aspecto inofensivo lograban engañarla: eran terribles.
Continuaba su liturgia eliminando los vellos más difíciles, esos que se escondían en los recovecos de su cuerpo, con una crema depilatoria extra fuerte. Una vez culminado el proceso y cuidando de no tocar el agua sucia con las piernas, halaba desde fuera el tapón y dejaba irse lo que ella llamaba “la contaminación”, barriendo con la ducha los restos que pudiesen quedar en las esquinas de la bañera. Entonces, y sólo entonces, se bañaba.
A pesar de su calvice total, nadie en su trabajo sospechaba de su aspecto pues usaba una peluca rubia y lacia, muy natural. Y a pesar de que los falsos cabellos le rozaban el cuello constantemente, no sentía asco de ellos, pues eran eso: falsos.
Lo que más le espantaba de los pelos no eran ellos por sí mismos, sino lo que podían esconder, millones de microbios, caspa, grasa, en fin, todas esas inmundicias humanas que ella lograba mantener a raya gracias a su cuidadosa higiene.
Siempre pensó que se quedaría sola, era tal la repugnancia que le provocaban los varones con sus bigotes y cuerpos de peluche, que sabía de antemano que no soportaría aquello, pero un día, mientras trabajaba, conoció al hombre más hermoso que había visto en su vida, todo un tipazo, con el único defecto -para el mundo- de ser absolutamente calvo.
Fue amor a primera vista. Él se acercó a su ventanilla y le preguntó cualquier cosa. Ella contestó algo intrascendente, pero esbozando su mejor sonrisa, que él correspondió invitándola a salir. Ella aceptó, emocionada, aunque por fuera intentase disimular su contento.
Aquella noche tuvo por fin su primera cita y su primer orgasmo. El calvo era tan guapo que, de solo mirarlo, le daban taquicardias. Él, por su parte, estaba complacido, pues desde que perdió el cabello casi ninguna mujer -mucho menos tan hermosa como ésta- se había fijado en él.
Puede decirse que entre ellos existió desde el primer instante una química forzada: dadas las circunstancias, se aferraron mutuamente con desesperación de náufragos, aunque ninguno de los dos sabía por qué.
Con el pretexto de un café, ella lo invitó a subir a su apartamento. Era el momento de las confesiones, pero por nada del mundo habría revelado ella su secreto a aquel Adonis que la miraba amorosamente. No lo habría revelado… de no ser por el incidente que ocurrió veinte minutos más tarde. En efecto, mientras rodaban ya por las sábanas, él, en un arranque de pasión la agarró por el pelo y vio asombrado cómo se le desprendía el cuero cabelludo, que lanzó al aire asustado.
Ella, sin saber dónde esconderse, se cubrió rápidamente con las manos, se acurrucó en un rincón de la cama, pidiéndole, entre sollozos, que le devolviese su peluca. Entonces él reaccionó, y rápidamente le entregó la melena rubia, deshaciéndose en disculpas por su torpeza. Ella extendió la mano y colocó el preciado objeto sobre su cabeza, pero continuó en su posición fetal, avergonzada hasta que él, suavemente, le pidió que le mostrase su aspecto verdadero, cosa que no fue fácil porque entonces ella comenzó a llorar. Pero él no era hombre de darse por vencido, así que insistió una y otra vez, con suavidad, con esa galantería recién estrenada que llevaba tanto tiempo ensayando. Insistió tanto que, poco a poco, ella fue sacando la cara de entre los brazos, hasta dejarla al descubierto.
La despojó de los falsos cabellos, con cautela, y la observó un instante -eterno para ella- a la luz de las velas: “calva y todo, es preciosa”, pensó al ver esa cara de luna que lo miraba con ojos gachos, como pidiendo perdón.
Nunca antes había experimentado esa sensación, a medio camino entre la lástima y la ternura, pero lo cierto es que en aquel momento se quedó sin habla, y a lo único que atinó fue a besar la brillante testa una y otra vez, primero con delicadeza, luego con una pasión inaudita, desesperada. Sus emociones, ésta vez las de él, por tanto tiempo contenidas, afloraron en forma de lágrimas. Un llanto sin motivo aparente, que ella aplacó con instinto maternal, susurrándole palabras de consuelo. Le decía: “mi vida, mi amor, ya pasó”, en tanto él se acurrucó en su regazo como un niño abandonado, antes de poseerla con tal furia, que los gritos de ambos se escucharon en todo el vecindario.
A la segunda semana ya vivían juntos, ella le pidió que se quedase en su casa, había encontrado al hombre de su vida y no lo dejaría escapar tan fácilmente. Con el tiempo y el amor se fueron espantando, de a poco, sus temores: ya no envenenaba cada día los rincones de la casa, sino de vez en cuando, porque el tiempo no le alcanzaba, ocupada como estaba descubriendo los entresijos de su sexo.
Siguiendo el consejo de su calvo, quien no podía soportar el bochornoso agosto “encerrado entre aquellas cuatro paredes” decidió abrir las ventanas al mundo exterior. Primero las abrió con recato, interponiendo entre el aire exterior y su santuario una tela metálica que le servía de protección. Pero de esta manera no lograba aplacar el ardiente verano, y en vistas de que continuaban los malos humores de su marido, los despertares sofocados en medio de la noche y las miradas de reproche, resolvió abrirlas de par en par, segura -pues se lo había hecho prometer- de que si se colaba algún cabello, ahí estaría él para quitarlo.
Aquella ventana abierta delante de sus ojos al amanecer era la causa de sus cada vez más frecuentes pesadillas. En la más recurrente ella entraba en un local aparentemente normal, que luego se transformaba en una peluquería donde quedaba presa, rodeada por miles y miles de pelos que lo abarcaban todo, menos un sillón que se alzaba cual isla salvadora. Ahí quedaba atrapada dando vueltas delante de los espejos, por los siglos de los siglos. Cada vez que despertaba de ese horrible sueño se sentía vieja y cansada, e iba directamente a darse un baño, por si acaso.
Él aceptó sus aversiones sin darles demasiada importancia, era tal la pasión que le despertaba aquella hermosa y rara mujer, que todas sus manías le parecían encantadoras muestras de su gran personalidad. Si en alguna ocasión sus excesos llegaban a abrumarle, la avalancha de besos que recibía luego le bastaba para perdonarla.
Había transcurrido un año de feliz convivencia cuando sucedió que una noche, mientras dormían desnudos bajo las sábanas, ella, que tenía el sueño tan ligero como un suspiro, escuchó un sonido inconfundible y aterrador. Se cubrió la cabeza con la sábana, porque ya sabía de que se trataba: por la ventana abierta había entrado volando una cucaracha. ¿Cómo no reconocer el sonido espantoso de su aletear? ¿Qué hacer ante tal situación?
El calvo dormía a su lado, tan profundamente que sus ronquidos daban envidia al mismo Morfeo. Ella sabía que no le gustaba que lo despertasen, se ponía de mal humor, pero tampoco podía dejar que aquel insecto asqueroso entrase en su morada como si tal cosa. Ya comenzaba a escocerle la rodilla, luego se llenaría de ronchas y de colorados, y ni siquiera quería imaginarse qué podría estar haciendo aquel bicho en su cuarto, por dónde estaría pasando, contaminando todo a su paso. A ese ritmo iba a tener que lavar todo el mobiliario, cambiar las sábanas, qué horror, por no pensar que pudiera colarse en la cama, eso ni muerta, no podía tolerarlo. Se llenó de valor y lo despertó:
- Mi vida, mi amor... despiértate.
- Dime mujer, es tarde ¿qué quieres?
- Es que entró una cucaracha por la ventana.
- ¿Y qué?
- ¿Cómo que y qué? – ya no pudo contenerse – ¡pues que la mates! – y encendió la luz, inclemente.
- ¡¿Cómo?! – dijo él, sentándose de un tirón. Pero ella lo miró con sus grandes ojos, que lo llevaban a complacer todos sus caprichos. – Bueno, está bien ¿dónde está?
- No sé, yo me voy y no regreso hasta que no la hayas matado.
Y lo dejó solo en medio de la habitación, con un sueño de mil demonios y una tarea que cumplir: matar a la cucaracha invasora. Se levantó y tomó la pantufla de ella, pero reflexionó, sabía que si lo hacía, su mujer no volvería a ponérsela. Entonces optó por sus zapatos, un poco más pesados, así no escaparía con vida el maldito animal.
Se sentó en la cama a observar el panorama, no veía nada. Comenzó por mover ésta hacia adelante, ni una señal. La pesada cómoda fue lo segundo, pero igualmente fracasó. Quitó las sábanas, y las enrolló encima del colchón, por si acaso se había metido debajo – quien lo viera lo confundiría con un policía ejecutando una orden de registro.
Ya comenzaba a tomarle el gusto a la “operación cucaracha”, siempre había querido tener algún motivo para desorganizar aquella habitación primorosa sin que viniese su mujer a regañarle. Con una linterna alumbró la parte trasera del armario, donde no cabía ni un palo de escoba, y justo ahí, en medio de la planicie, pudo percibir un bulto: ahí estaba.
Mientras tanto ella vociferaba desde el baño, adonde había ido a encerrarse, si ya la había encontrado, sin importarle para nada que fueran las dos de la mañana.
Después de darle el parte sobre el estado de la situación se dispuso a hacer acopio de toda su potencia para tratar de mover el armario él solo, sabía de antemano que con el apoyo de su mujer no podría contar. “¡Y uno, y dos, y tres!”. Haciendo un esfuerzo sobrehumano logró ganar cinco centímetros, “al menos el palo de la escoba pasará”, se dijo, mientras apartaba el sudor que ya le bajaba por la frente.
Pero la cucaracha, además de fea, había resultado astuta, y al sentir el movimiento había salido volando hacia el techo ¡después de la fuerza que había tenido que hacer! Indignado, no aguantó el desafío y lanzó un zapato hacia el aire sin pensarlo dos veces, pero falló, y el insecto continuaba inmutable, parecía burlarse de él. Entonces, para sacarlo realmente de su sano juicio, la voz desde el baño: “¿ya la mataste querido?”, como si él no estuviese haciendo todo lo posible, total ¿qué le importaba a él dormir en la misma habitación con una infeliz cucaracha? Ya estaba de mal humor.
“Ya va, mi vida” – contaba hasta diez y respiraba profundo antes de contestarle. Lanzó tres zapatazos más, el sonido iba a despertar a todo el vecindario, para colmo, el dichoso insecto se había colado por debajo de la puerta del armario de los libros, que estaba empotrado en la pared. El hombre se dio por vencido: a esa hora no se iba a poner a sacar uno por uno los libros. Entonces tuvo una idea salvadora: si ponía un periódico debajo de la puerta, no podría salir, y ya no iba a molestar más, y así lo hizo, pero antes, para despistar, dio un último zapatazo, el más fuerte de todos, contra el suelo. Ella preguntó nuevamente si al fin la había cazado y sin más rodeos le dijo que sí, quería volver a dormirse cuanto antes. La voz del baño inquirió entonces si todavía estaba por ahí, pero la respuesta fue tranquilizadora: la había tirado “por donde mismo entró”.
La asustada fémina salió del aseo midiendo sus pasos, como si de pronto el animal se le fuese a abalanzar encima. Y comenzó el interrogatorio:
- ¿Cómo la mataste?
- Con un zapato.
- ¿Cuál?
- Mis zapatos deportivos ¿por qué?
- Bien, porque esos están viejos, los podemos botar. ¿Y cómo la tiraste? ¿Por la ventana, dices?
- Tirándola. Ven, anda –la tomó por la cintura y la atrajo hacia sí– vamos a dormir.
Ella se separó bruscamente:
- Sí, pero antes dime ¿con qué la cogiste?
- Pues con las manos, con qué va a ser.
- ¡Anjá, ya sabía yo! Pues nada de dormir, ahora tienes que desinfectarte.
- Pero mi vida, mira...
- ¡Nada de mi vida! ¡Al baño!
El lampiño no podía más de la incomodidad que tenía, aquello era ya un desafío a su tolerancia, decidió que tenía que ponerle límite a aquel capricho, y sin escuchar nada más, se acostó y se tapó hasta la nariz. Esto provocó a su mujer un soberano ataque de histeria, comenzó a dar pataletas en el suelo, a gritar y llorar desconsoladamente. Él trató de aplacarla: “pobres vecinos” – le decía – pero a ella parecía no importarle. Tras media hora, en que él no pudo conciliar el sueño, pero tampoco había desistido en la idea de lograrlo, ella seguía obstinada en su llanto, que había pasado a ser más tranquilo, como un lamento de funeraria. Ya lo había amenazado con suicidarse, con prenderle fuego a la habitación, con dejarlo, pero él hizo caso omiso.
Sin embargo comenzó a preocuparse cuando, pasadas dos horas del incidente, se despertó del letargo en que por fin pudo caer y la vio, parada a los pies de la cama, mirándolo con ojos desorbitados y frenéticos. Ya era demasiado: ¿hasta dónde era capaz de llegar aquella hembra por conseguir lo que quería? Por eso la amaba tanto, por su tenacidad y fuerza de carácter.
- ¿Qué quieres que haga? – le dijo, vencido.
Ella no pronunció palabra, solamente le hizo señas de que la siguiera, y así lo hizo. Una vez en el baño, le ordenó que se quitase la ropa, y él obedeció ¿qué otra cosa podía hacer?
Se metió en la bañera, siguiendo sus instrucciones y abrió la llave del agua tibia, ella lo observó ducharse sentada en el retrete, con una mirada rara, como ausente. Le indicó que se restregase fuerte con la esponja, y se restregó. Cuando terminó le pidió la toalla, que ella mantenía encima de sus piernas, pero para su sorpresa, no se la cedió, simplemente le dijo:
- otra vez.
- ¡¿Qué?!
No valía la pena preguntar, así que comenzó una vez más, para salir de aquel purgatorio, la miraba, inquieto, pero ella bajaba la vista. Parecía como si, con su silencio, lo acusara de haber cometido una falta muy grave.
Esta vez terminó más rápido, y antes de que le diera tiempo a secarse, ella le extendió una botella con un líquido incoloro, y volvió a sentarse en su trono.
- ¿Y esto qué es ahora? – preguntó, en el límite de sus fuerzas.
- Alcohol – respondió secamente – debes desinfectarte bien. – y ahora su voz adquirió un tono apacible, como cuando un médico indica un tratamiento.
Entonces comenzó a dudar de su cordura, ya no era cosa graciosa, no obstante se echó el alcohol encima, quería acostarse de una vez, pero vaciló mientras ella avanzaba hacia sí: ¿por casualidad no tendría un fósforo en la mano? La sospecha lo tuvo dos segundos, eternos, rozando la fatalidad, cerró los ojos y no los abrió hasta sentir en su cabeza la textura suave y cálida de la toalla. Respiró aliviado, y no alcanzó a ver la cara de su mujer, que ya salía del baño como un espectro que hallase reposo.
Finalmente fue a acostarse, ella cambiaba las sábanas por otras limpísimas. Esperó pacientemente a que terminara y luego se acostó, dándole la espalda. Estaba furioso, cansado, no valía un centavo.
Durmieron toda la noche separados, pero al amanecer, a la hora de enredar los pies y olvidar los problemas, él intentó pasarle una pierna por encima, como de costumbre, y ella lo apartó de tal empujón, que le hizo volver a despertarse. “Qué mujercita la mía” -pensó- “quien tiene que estar enfadado soy yo y sin embargo se han invertido los papeles, mañana lo arreglo”, y volvió a dormirse.
Al día siguiente no pudo arreglarlo, ni en los días sucesivos. Su mujer había dado comienzo a la guerra fría–caliente: por las mañanas el desayuno humeante, sabroso, le hablaba con el mismo tono de siempre, pero cuando intentaba acercársele, se escabullía, y si trataba de tocarla se transformaba en una estatua. Cuando ya no aguantó más la tortura, le inquirió:
- ¿Se puede saber qué te sucede? ¿Hasta cuándo vas a tratarme de este modo? ¿Qué te hice para que me trates así?
Ella, sin inmutarse, contestó:
- Nada.
- Te lo voy a preguntar de nuevo – respiró profundo – dime qué te pasa.
- Nada – con la misma mirada ajena.
Ese fue el detonante, la cólera que fue acumulando en los anteriores días se le subió a la cabeza. La agarró por los brazos, la zarandeó fuertemente y la lanzó contra la cama, abalanzándose sobre su cuerpo, tan rígido que no le permitía ni abrazarla.
Y sin saber lo que hacían sus manos, se desabrochó la bragueta, y ya empuñaba el miembro contra la cara de su amada, que no mostraba la menor señal de conciencia. Se lo colocó delante de la cara, y con él le golpeó las mejillas como si tocase una puerta con un aldabón, pero no obtuvo más respuesta que un cierre de pupilas y una lágrima lo devolvió a la realidad.
La imagen del espejo le asustó y se incorporó rápidamente. Volvió a llorar como sólo podía hacerlo delante de ella, sólo que esta vez su amada no lo acunó entre sus brazos, pues continuó en su actitud ausente.
Avergonzado, se agachó a sus pies y le rogó que le explicase qué daño le había hecho. Ella, más tranquila, bajó la mirada y le dijo estas palabras, como si hubiese aprendido a hablar de carrerilla:
- Tú estás sucio. Has tocado la cucaracha. Debes desinfectarte.
- ¿Pero cómo? ¿Es que acaso no hice todo lo que me pediste?
Y ella, otra vez sin alterar su tono de voz, le explicó:
- No es suficiente, necesitas tiempo, si me quieres podrás esperar, pero por favor, no me toques hasta entonces, me haces daño.
Hubiera querido decirle que no había tocado la maldita sabandija, eso habría puesto fin a la barrera, pero sabía que comenzaría otra batalla, mucho peor, de modo que optó por la opción del tiempo. La suya era una mujer muy caprichosa, pero así y todo la deseaba tanto que prefirió esperar a perderla.
Así pasó una semana, en la que se trataron con la más cordial de las actitudes, aunque sin roce alguno, ni siquiera en la cama, a pesar de que su deseo era cada vez mayor. A la segunda semana ya su cuerpo era presa de la lujuria y soñaba con sexos húmedos y deliciosos, mientras su mujer embellecía al calor de la distancia. Ella, sin embargo, no parecía muy afectada, continuó sus rituales como siempre: el baño interminable, la limpieza de todo a su alrededor, todo igual. De vez en cuando le pesaba la conciencia cuando pensaba en su marido, tan bueno, tan paciente... pero volvía en sí cuando le imaginaba cogiendo la cucaracha con las manos. Pensar en los microbios que habría contraído le quitaba los deseos de abrazarlo.
A la cuarta semana ya los ánimos del hombre estaban caldeados, pasó de la simple masturbación a la contemplación de películas pornográficas de manera enfermiza, ya no pensaba tanto en su mujer, sino en las otras, a las que veía en poses imposibles, y en sus sueños no era el cuerpo de su amada, sino el de ellas, pero la cara no, la cara era la suya, con aquella cabeza de luna llena que lo enardecía.
Una de esas mañanas en que corría pistas para evacuar sus bríos, tuvo una experiencia tan extraña como excitante: una mujer que pedía limosnas en la calle se había quedado mirándolo hasta perderlo de vista, mientras se acariciaba el pubis descaradamente. No era hermosa, más bien desagradable a la vista, llevaba el pelo largo y despeinado, sobre los ojos. Era morena, y en sus ojos pétreos se podía adivinar un misterio, un deseo, algo que nunca había encontrado en ninguna hembra.
Pasó de largo, ya lo suyo era grave - se dijo - ¡ponerse caliente con una mendiga! ¡Era el colmo! Aquella espera lo iba a hacer enloquecer.
Al llegar a la casa encontró la misma frialdad, pero ya se estaba acostumbrando. Esperó, como los días anteriores, a que se durmiese, echó a andar su película y comenzó a acariciarse, pero pronto se dio cuenta de que no estaba pensando en aquellas mujeres de cuerpos estilizados, ni en la calva brillante de su adorada. Un rostro ajeno, una forma ilusoria, y una melena negra se erguían sobre él. Ya no aguantaba más.
La jornada siguiente se levantó más temprano, cuando aún era noche cerrada, para hacer su recorrido, se despidió cortésmente de su mujer, que se arreglaba para ir a trabajar. Al llegar al tramo de camino por donde había encontrado a la mendiga la mañana anterior, aflojó el paso. La encontró durmiendo en un banco, tapada con cartones. Sin pensarlo dos veces la despertó, la tomó por una mano y ella, sin hablar ni una palabra – ya que era muda– lo siguió. Calculó que la casa ya estaría vacía, eran las siete y cuarto.
Subió los cuatro pisos andando, rebosaba vitalidad, y no quería tropezarse con ningún vecino en el elevador, llevaba de la mano su trofeo de caza. La idea era descabellada, pero el ardor no impedía que actuase con cierto sentido común: primero preparó la bañera con agua tibia, mientras la despojaba de sus ropas ajadas y ennegrecidas. Ella no opuso resistencia, en sus ojos se veía el mismo apetito del día anterior. La bañó con el rigor que su mujer le había aplicado la noche del incidente. Las carnes fláccidas y los senos caídos, tan diferentes de los de su amada no aplacaron el deseo que sintió por aquella bestiecilla, de asombroso parecido al pecado. Cuando la montó, en la misma cama de sábanas impolutas donde tantas veces hiciera el amor con su musa, gozó como un colegial acariciando, halando, frotando la larga y rizada cabellera que caía sobre su pecho. La muda emitía tales alaridos de placer que más que humanos parecían los de una gata en celo, lo cual aumentó el deleite hasta proporciones nunca antes soñadas por él. La embistió con todas las fuerzas y todo el deseo acumulado durante su cuarentena. Se vengó por todo lo que le estaba haciendo su mujer, la golpeó, la vituperó, la amordazó, y ella no pudo decir ni una palabra, sus ojos en cambio no mostraron más aquel placer, sino un ligero reproche, como el de una madre hacia un hijo que ha actuado mal. Al parecer la vida la había maltratado mucho más.
De pronto ya no le resultó excitante, fue saboreando poco a poco el patetismo de la escena. ¡Qué mujer tan horrible!, pensó, e igual que la trajo se la llevó de allí, no sin antes organizar el campo de batalla.
Mientras esperaba a su amada sonrió pensando en la ironía del hecho: la había traicionado en su casa, en su cama, y no sentía remordimientos; “bah, eso le pasa por ser tan escrupulosa” – se decía.
A su llegada la recibió con la sonrisa que llevaba toda la tarde pegada a su rostro y que le hacía parecer un muñecón de carnaval. Ella notó algo extraño, pero estaba demasiado cansada para pensar, fue directo a darse una ducha tibia. Como no era su día de depilación podía bañarse rápidamente y luego descansar. Al llegar al cuarto de baño notó un olor raro, pero supuso que era la ropa de deporte de su marido. Se metió en la pila y cerró los ojos mientras el agua generosa le devolvía el aliento. Extasiada, comenzó a frotar el jabón contra la suave esponja, ya iba a cerrar la llave para enjabonarse cuando de pronto lo vio. Ahí estaba la prueba del delito: un cabello negro y enroscado justo encima de la llave del agua, ¡que ella había tocado minutos antes! Aterrorizada, dejó escapar un grito, que alarmó a su marido. La mirada de él le dijo lo demás: el rizo no estaba ahí por casualidad.
Al menos un minuto permanecieron mirándose, sin agachar la vista ni el uno, ni la otra. Un minuto al cabo del cual eran dos extraños parados frente a frente ¿o acaso ya lo eran antes? Ella comenzó a sentir que una lengua de fuego la quemaba por dentro, se volvió pesada, hubiera sido necesaria una grúa para moverla. Como en un calidoscopio, se mezclaban en su mente la visión de aquel cabello con la expresión culpable de su marido y sobre ellas, se imponía, atenazadora, la escena en la que veía a su hombre, con quien había compartido tantos momentos de intimidad, enredado en una telaraña que brotaba, como un sol, desde el centro del pubis de una mujer de cabello negro y rizado. Una visión insoportable, matizada por aquella carcajada que al principio era apenas perceptible, pero que crecía cada vez más hasta hacerla enloquecer.
- ¡Bastaaaaaaaa!
De pronto comenzó a experimentar un rápido e irreversible proceso de transformación: sus venas dejaron de ser riachuelos para convertirse en torrentes ávidos de echar por tierra cuanto se les interpusiera, el corazón le latía con toque de tambor de guerra, sus manos dejaron de obedecerle para estrenar una autonomía recién adquirida y se desprendieron a volar, dispuestas a callar al dueño de aquella carcajada abominable, de aquella burla.
Sin saber cómo, sus dedos se adueñaron de la navaja de barbero y toda ella se abalanzó, con fuerza extraordinaria, sobre el asombrado lampiño, quien no atinó a nada más que protegerse la cara e intentar huir, mientras la mano armada de su calva le hería irremediablemente.
Él intentó frenar la avalancha, pero antes de que pudiese mover un músculo ya la hoja había hecho escala en su cuello, y la sangre se le fugaba a borbotones. Mientras luchaba por detener la vida que se le escapaba la miró, con la última mirada de amor que pudo prodigarle, la miró perdonándola, amándola, muriéndose. Pero ella no escuchaba más que sus propios latidos, a ritmo de tambor, la sangre hirviéndole en las venas, el sonido irresistible de la risa de aquel traidor. No podía escuchar sus súplicas, tampoco sus lamentos, ni el sonido del botiquín al caer. No vio su mirada de perdón, no quería ser perdonada, ella quería ser redimida, quería aniquilar el cuerpo corrompido, reducir a partículas miserables la superficie contaminada, vengar el agravio a que había sido expuesta, quería tantas cosas que en mitad de su acto no recordaba ya por qué la había emprendido contra aquel cuerpo... pero no buscaba el perdón.
Por eso cavó con fruición, como si cavara una tumba, y no se detuvo hasta que cesaron las carcajadas en su cabeza, entonces se quedó en el suelo, junto al cuerpo inerte de su amado, explicándole, con el mismo tono sosegado que había tenido que hacerlo porque estaba contaminado, “otra vez has vuelto a ensuciarte” – le decía.
A ratos lo llamaba: “mi vida, mi amor, mi calvo”, pero al ver que no contestaba se enfurecía, lo sacudía contra el suelo, para volver a abrazarlo luego y acunarlo entre sus brazos ensangrentados.
Había pasado un tiempo incalculable, la noche cerrada había caído, un sonido conocido la devolvió a la realidad. No era posible, se dijo. Era posible, y se levantó, de regreso hacia la bañera.
Las vio entrar por debajo de la puerta, como dueñas y señoras de la casa, y supo que esa vez no tendría escapatoria, venían a por ella.

4 comentarios:

Yo soy Medea dijo...

me mantuvo en vilo hasta el final, es un cuento con un ritmo incresecndo y violento... muy bueno... me ha dejado como asustada... las palabras despiertan emociones... original y bien tramado...

Ivis dijo...

Gracias, Medea.Es un cuento viejo, probablemente ahora no podría escribir algo así. Un saludo.

Isaeta dijo...

¡Qué cuentazo! Conciso, redondo, bien narrado. Nada le sobra y el final es perfecto. Me pasó como a Medea: en vilo hasta que terminé de leerlo...y eso que es largo...

Ivis dijo...

Gracias, Isaeta, es todo un elogio.
Un saludo y feliz año.
Este cuento a mí también me gusta mucho, aunque esté mal que yo lo diga.
Un saludito.