sábado, 18 de agosto de 2007

Por casualidad

Aquella vez, como siempre, fue la casualidad el motivo de todo. Tres años después de quedarse viuda, cuando ya estaba acostumbrándose a vivir de un lado para otro con maletas y recuerdos, ocurrió la última de sus casualidades, justo en esa mañana otoñal, olorosa a resina de pino, y no pudo menos que sonreír ante tal ironía.
Y fue puro accidente; esa mañana había salido al balcón, que era lo primero que hacía cuando se despertaba, y afuera el día estaba espléndido -los calores de agosto ya se habían ido- así que decidió prepararse un desayuno como Dios manda y sentarse a ver la gente pasar. Por suerte ya Laura y su prole estaban fuera, sino su hija la habría regañado por comer un desayuno tan pesado: café con leche, tostadas con mantequilla y huevos revueltos con jamón.
Mientras desayunaba oía a los pájaros trinar, veía a la gente que a esa hora se apuraba en llegar al trabajo, los viejos como ella sacando a sus perros a pasear o yendo a comprar el periódico. No era la primera vez que gozaba de esa sensación de plenitud, de estar en paz consigo misma; llevaba un tiempo sintiéndose cada vez mejor, aproximadamente desde el inicio del año, y mientras paladeaba el café con leche le dio por reflexionar.
La suya había sido casi una vida prestaba, marcada por el azar, cómoda. Pasivamente había ido deslizándose por los años que no la habían hecho aprender demasiado, más bien podría decirse que la vida la había tratado con delicadeza, como a toda una señora. Y todo había sido tan casual… Conocer a Raimundo aquella tarde, así, sólo porque su hermana no quisiera abrir la puerta tras una colosal discusión en la que, al final, como siempre, había abierto ella, para ver que era el cartero, que a su vez era Raimundo, y no hubo más que bajar la vista y ponerse nerviosa a la hora de firmar la revista de su madre, Selecciones, que venía cada mes, decían que desde los mismos Estados Unidos. Cada mes... como Raimundo, que lentamente (un año más o menos) pasó a ser de la familia, tras siete u ocho tazas de café, una invitación a un baile, dos o tres besos robados y cuatro meses de balancearse juntos en la sala de la casa mientras su madre tejía.
Se había casado con él, en la iglesia de su pueblo, como toda muchacha de buena familia. Pura suerte fue también que Raimundo adorase la madera, como su padre, y que pronto aprendiese con entusiasmo las labores de la mueblería, lo que hizo que finalmente su padre le permitiera casarse con él, que por aquel entonces era un pobre diablo. Suerte, el hecho de que se entendieran en la cama como si hubieran estado predestinados; que Raimundo fuera tan maestro cuando decía ser primerizo, y que ella tuviera aquel instinto para el sexo de las que nacen putas y no lo saben. No era entonces extraño que se pasasen el día haciendo y deshaciendo los amores, pero sí que la primera de sus tres hijas naciera justo a los ocho meses de casados, para más pasmo el día del cumpleaños de su abuelo materno, quien no sabía si reírse o llorar por esa feliz coincidencia que a la vez ponía en tela de juicio el honor de la familia.
Por pura casualidad, o por las diarreas de Laurita, no había llegado a tiempo a la estación de trenes el año después de mudarse para la Habana, cuando ya había sacado los pasajes para ir con las dos niñas a su pueblo natal. Raimundo no podría acompañarla porque justamente se había enfermado un compañero de trabajo y como las diarreas de Laurita no terminaban, al final se había hecho tarde para tomar aquel tren Habana-Sancti Spiritus que se descarriló con más de cien heridos y montones de muertos. Aquel verano no hubo viaje al pueblo porque el desmayo que le provocó aquel sobresalto dejó en evidencia su tercer embarazo.
Nunca pensó que iría a la Universidad; con tres hijas, un marido machista y casi cuarenta años; pero quién le hubiera dicho que ese año los comunistas, que estaban en su apogeo, necesitarían formar maestros, pues los que había no alcanzaban, así que ella, que tenía el bachillerato, había sido “llamada a dar el paso al frente” y claro, había tomado -como si no hubiera soñado siempre con esa posibilidad- la decisión, aceptada de mala gana por su esposo, de hacerse educadora, y ése había sido su mayor orgullo y el tiempo más feliz de su existencia, viendo cómo se realizaba su sueño mientras Raimundo y su madre se hacían cargo de las niñas durante toda la semana, para que ella estudiase. Y por aquel azar podría decirse, que fue una de las primeras feministas de su generación, por designio ajeno.
Nunca había llevado las riendas de su vida… “nunca he llevado las riendas de mi vida” - reflexionaba esa mañana- “pero a partir de ahora las llevaré”, había resuelto, segura como nunca había estado antes de su decisión, que coincidió con el último sorbo del café con leche. Aún le quedó tiempo para reírse de lo boba que había sido, engañándose a sí misma con la idea de que seguía enamorada de Raimundo, después de cincuenta años de matrimonio. “Cincuenta años”- pensó- “se dice fácil”. Cincuenta años de aburrimiento, encerrada en el papel que la sociedad había reservado para sí, madre ejemplar, esposa abnegada, militante comprometida con la causa de la Revolución... “Cincuenta años”- volvió a acudir la cifra a su cabeza, pero ¿cómo era posible tras cincuenta años seguir enamorada de alguien a quien se conoce por casualidad, con quien uno se casa por pura coincidencia de oficios y deseo paterno de tener hijos varones?”.
La noche del velorio volvió tropezarse al amor imposible de sus años de universidad; aquel profesor de voz grave y porte elegante al que, sin embargo, veía avejentado, tal y como debía verse ella, sin dudas. Pero no era tiempo ya de sutiles escarceos, pensó en aquel momento: ella era una viuda enamorada de su difunto marido, a quien por casualidad le habían diagnosticado un cáncer terminal mientras le hacían un chequeo para operarlo de cálculos en la vesícula. Había muerto en tres meses, sin darle tiempo a acostumbrarse, “uno nunca se acostumbra a la muerte”, pensaba aquella mañana de extraña lucidez; pero ahora, desde hace unos meses ya, se acordaba cada día de aquel hombre, aunque estuviera hecho polvo, ella tampoco estaba para tirar cohetes, a sus setenta y uno. Semanas atrás había buscado su número en la guía telefónica y pensaba llamarlo cuando fuera el momento.
Ese era el día; tras tomarse el último buche del café con leche se levantó y buscó el papelito que escondía en el fondo de su cartera. Salió andando a paso rápido, parecía una gacela, era como si se hubiera quitado veinte años de encima, y mientras llegaba a la sala, donde estaba el teléfono, pensaba lo que le diría: - Hola, ¿eres tú? – (porque suponía que lo cogería él). Pero no, quedaría muy evidente y a su edad no se veía bien. Tras dos o tres ensayos decidió que sería directa: - Hola ¿qué tal? Estaba buscando un teléfono en la guía y me encontré tu número – una mentira piadosa, pero que la haría parecer más interesante, así que decidió que primero se serenaría, daría una vuelta hasta relajarse, para que no le temblase la voz. Entonces fue que comenzó a sentir el buche ácido que le subía desde el esófago. Las comidas abundantes no van bien a los esófagos seniles, pensó. Fue a la cocina a tomarse una cucharada de su inseparable Alusil, ya sentía un claro ardor y no quería que la acidez le estropeara la conversación, después de tantos años…
- Hola ¿cómo estás? Sigues tan bella…- se imaginaba- ¿por qué no nos encontramos esta tarde para tomar un té? – sí, pero ya sería demasiado pedir; cavilaba mientras trataba de alcanzar el Alusil que su hija escondía donde los niños no pudiesen alcanzarlo. “Hidróxido de aluminio, dónde estáaas” -canturreaba- “ven a míi, ven a mi estómago, ven a mi es - tó - ma - goooo”.
No hubo ruido ni aspavientos, solamente el golpe seco de su cuerpo contra el suelo de granito de la cocina. Ni un estrépito que avisase a los vecinos. Por no haber no hubo ni silla, se cayó de sus propios pies, al final con la prisa no trajo ni una silla. Ni una peligrosa, letal, silla, y se cayó de sus pies, de sus propios y absurdos y seniles y borrachos pies.
- Hola, ¿hola?¿Hay alguien ahí?... ¡Conteste! ¿Es que no le da vergüenza molestar a un pobre anciano?
- Hola…. es que… ví tu número… en la guía y cua-ndo fui a lla-mar-te… me... caí y... ¿sabes quien soy? ¿No? Bueno... adiós, de todos modos…

2 comentarios:

Anónimo dijo...

hola que tal el viaje te gustó Barcelona,Gaudí impresiona,adorna con fotos y así nos deleitamos con tanta belleza,un abrazo,muy guapa en la foto..

Ivis dijo...

Pronto pondré las fotos de mi viaje, un saludo, aún estoy por BCN y no puedo conectarme tanto.
Hasta pronto,