Las compensaciones son algo interesante, algo a estudiar por su carácter místico. Reales o inventadas, nos llegan inevitablemente junto a las desgracias, detrás de ellas.
Hoy no diré por qué pienso en esto, pero publicaré un cuento que me gusta especialmente porque se trata de una historia real, o más o menos real, sobre mi amiga Margaret, que nunca supo que formó parte de una historia. Ahora, continuando con este equilibrio dinámico, el otro día recibimos una invitación a cenar a un sitio muy elegante, por parte de un amigo de ella, una especie de compensación, si se quiere. Lo dicho, es un fenómeno interesante, que la sabiduría popular ha recogido en varios proverbios como aquel que dice: "no hay mal que por bien no venga".
Las compensaciones
Como barco que se hunde, su figura escuálida había sido engullida, poco a poco, por las sábanas olorosas a pus y a medicina. Hacía más de una semana que no podía comer, y aunque intentaba alimentarlo con líquidos y le prodigaba toda serie de cuidados, la madrugada en que dejó de escuchar su respiración quejumbrosa no se alarmó; en el fondo, y a pesar de su amor por él, deseaba que descansase de una vez.
Eran las 5:40 de la mañana y Marga no había pegado ojo en toda la noche, en cambio lo había arropado y se había estado junto a él, susurrándole todas las cosas que quería decirle antes de que se fuera, para que no se olvidara de que lo quería y de lo agradecida que estaba por los años que habían pasado juntos. Sabía que no le quedaban muchas horas, ya era presa del delirio y desde hacía días estaba inconsciente por la morfina. La inanición hacía estragos en su organismo.
A las seis menos veinte dejó de escuchar el zumbido débil y espaciado que la mantenía en vilo, y no se apuró en llamar al doctor, en cambio se abrazó a él, y así estuvo un buen rato, pidiendo los mejores deseos de reencarnación para su vida futura, pensaba que tendría que reencarnar en algo libre, alto, y fuerte, como siempre había sido su marido, militar de carrera.
Después de besarlo lo peinó y le puso un poco de su colonia favorita, para disimular el olor que desprendía su carne enferma y que así el médico no pasase pena por él, ni le rechazase.
Le tomó nuevamente la mano, para comprobar con desazón lo que ya temía, ése momento tan imaginado, que ahora se había transformado, sin embargo, en una leve rutina. Nada del pavor que la paralizaba en sus pesadillas: no tenía pulso y nada más. Suspiró, con las manos de él entre las suyas, volvió a besárselas y se levantó. Con paso lento fue a la cocina, donde se conformó con abrir la nevera a ciegas; toda luz en aquel momento le parecía una impertinencia.
Sacó la tarta que había comprado esa misma tarde, para celebrar su despedida dulce. La colocó en el centro de la mesa, junto a un jarrón con flores frescas, que le había mandado su sobrina desde Escocia.
Tomó, casi sin fuerzas, el teléfono y la voz ronca del médico le hirió los tímpanos. Pensaba que no podría hablar, pero lo hizo, en media hora estaría allí. Pobre doctor, a esa hora y con ese frío. Aquel joven se había portado tan bien con su marido, que éste no hacía más que hablar de su médico a todos cuantos lo iban a visitar, hasta le había hecho ir a comprarle una botella del mejor whisky para regalársela.
Fue a buscar la botella, la tenía reservada para ésa ocasión. La colocó junto a la tarta, y fue directo al baño a arreglarse. No le gustaba que la vieran así, mucho menos el doctor que era de los pocos que la visitaban. Sabía que, a su edad, una mala impresión era determinante.
Volvió pronto para acostarse por última vez junto a él, en la cama, como tantas, y tantas noches. Más de cincuenta años de vida matrimonial habían transformado el dormir en un arte. Él la cubría por la espalda, ella se las agenciaba para quedarse con uno de sus brazos, que con el tiempo había pasado a ser su otra extremidad. Pero hoy él yacía bocarriba, de modo que tuvo que ser ella quien que lo cubriese. Así de lado, se entretuvo observando su perfil; ese rostro que, inevitablemente, seguiría amando hasta que Dios quisiera que se volvieran a unir.
“Si tuviera el valor de irme contigo”- pensó, pero no tenía valor, y además, no era correcto, como tampoco lo era apoyarse demasiado sobre él, que tanto dolor de huesos había pasado en los últimos días.
Aquella enfermedad había terminado por hacerlo extraño; el de los últimos días no era él; de vez en cuando una especie de rabia le transformaba la expresión dulce en un gesto de reproche. ¿Sería posible que le reprochase el no estar enferma también? No. Maldita enfermedad, no me lo harás extraño. No. No cambiarás el recuerdo que tengo de él. Has podido con su cuerpo, pero es suficiente, su alma la entierro yo, cómo y cuando yo quiera, conmigo, en mi tumba, cuando sea mi hora.
Sin quererlo las lágrimas habían comenzado a deslizarse por su mejilla: cómo se puede llorar por lo que no se ha perdido, no es posible… cerró los ojos, el sueño se apoderó de su mente. Dormir para siempre, con él, no llorar, dormir, que el dormir todo lo apacigua, no llorar.
Fue corto y placentero el sueño de la despedida. Él vino a acostarse y la envolvió al igual que todas las noches, imitando una concha que se cerrase, con ella dentro. Cuando se quedó a oscuras vio su cara, la de siempre, la sonrisa discreta que sólo ella conocía, sonrisa de militar. Y entonces ya no eran viejos, corrían por la playa, y no había en el mundo otra cosa que ellos, su amor, sus cuerpos esbeltos y jóvenes que no se cansaban de nadar, uno dentro del otro, en la playa, en la cama, en el centro del mundo, en el origen, en la música que los trajo a la tierra. En la música que sonaba cuando él la sacó a bailar, esa música que de pronto se volvía una campanada, tres acordes repetidos, estridentes, que no le gustaban a su sueño, que se alejaba…
Marga se estremeció en la cama, sintió frío, y otra vez el sonido del timbre, que sólo ahora identificaba. Era el médico, justo ahora que se había quedado rendida, qué aspecto deplorable debía tener. Besó a su amado en la boca, en sus labios que ahora estaban fríos, y dijo que ya iba. Corrió al baño a peinarse. Se miró en el espejo: estaba viva, para bien o para mal, al menos eso parecía.
Y sí, estaba viva. Lo supo cuando el doctor apareció ante sí, y la abrazó como la habría abrazado el hijo que siempre quiso tener, y ella no pudo menos que sonreír por ese regalo del cielo.
5 comentarios:
La historia conmueve, se mantiene expectante hasta el final, tenia dudas si era el merido u potra cosa y eso es bueno, crea expectativas. Lo que si no veo claro es lo de " las compensaciones", la historia, la invitacion a comer y " no hay mal que por bien no venga". Hay zonas oscuras o enlaces no muy claros en esta dinamica... eso tambien es expectacion, misterio... forma parte de algo que no capto...
Hola Medea,
Lo que pasa es que este era un post, y al hacer el link no borré la introducción que le hice ese día, pero ya lo corregiré, porque fuera de contexto no se entiende.
No hay nada de macabro ni de raro en ello, simplemente quería hablar de las compensaciones, o las recompensas, como prefieras. Un fenómeno que me ha llamado la atención pues siempre que pasa algo malo hay luego algo que sirve para corregirlo, para aliviar el daño. Claro que el ejemplo que puse quizás no explica muy bien la idea. Está claro que hay males irreparables, como, por ejemplo, la pérdida de un amigo, de una pareja. Pero luego parece (o quizás uno lo ve así porque se aferra a ideas místicas intentando hacer el duelo más llevadero) como si hubiera enviados divinos que vienen a "compensar" de alguna manera la pérdida, que vienen a confortarnos en definitiva. Hay que ver qué líos me hago para escribir una simple idea.
Hola Ivis, hace dias que no entraba en tu blog, pero ya sabia por Ceci y demas amigos que habias encontrado la cosa canuta, aunque tu padre dijo lo contrario. Nada, era para enviarte un bso y las ganas que tenemos todos de tenerte aqui de nuevo.
Desde Venezuela... Qué lindo tu cuento! Impecable. No tienes que explicarte ni disculparte. Es perfecto. Gracias por escribirlo!!! Felicidades y vete de allí hacia un lugar donde la gente piense menos en las pelas. Vivir entre gente pesetera es cometer suicidio.
Muchas gracias por tu comentario, me alegro de que te gustara el cuento. Mallorca es una tierra un poco especial, es cierto, pero le tengo aprecio, qué le voy a hacer.
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