martes, 7 de febrero de 2012

Paseando por el Cementerio de Colón

¿Cómo es posible todo esto? Me preguntaba mientras recorría las elegantes alamedas del Cementerio de Colón, con sus panteones imponentes, sus estatuas de mármol y bronce, sus laureles centenarios, sus vitrales y rejas de formas caprichosas... ¿Cómo es posible este lujo, esta magnificencia, esta borrachera de estilos, en un país humilde -y más que humilde, decadente- como es Cuba hoy?
Una vez más la obra humana me asombraba; era tal la grandeza de aquellos monumentos, que me parecía estar visitando algún museo de arte universal, de esos que abundan en Europa. Una vez más mi país me conmovía con uno de esos contrastes tan suyos, los mismos que me llenan de impotencia cuando intento definirlo, (puto país que no cabe en un molde...)
Pero más allá del sobrecogimiento que me causaba la contemplación de la belleza, otros pensamientos más profundos fueron poblando mi mente, poco a poco, mientras me adentraba en callejuelas cada vez más estrechas e insignificantes, allí, donde en lugar de mausoleos se alzan fosas comunes, con un discreto jarrón o una lápida por todo adorno. Allí, donde reposaban los restos de mis abuelos, compartiendo su última morada con la misma generosidad con que en vida compartieron el pan que se llevaban a la boca.        
Nunca he sido devota de los cementerios; nunca antes -a pesar de vivir en su extrarradio- tuve el instinto de pasearme por sus calles umbrías, de curiosear en sus lápidas. Tenía miedo, lo confieso, a los muertos, a esos espíritus que suponía al acecho de toda alma inocente que se atreviese a perturbar su eterno reposo. Entonces no apreciaba, no podía apreciar, la belleza de esos muros cubiertos de musgo, roídos por el tiempo, reventados por la fuerza de las raíces... Vida sobre la muerte, muerte que da la vida, amor eternizado que da miedo, paradojas...