Cada vez me detengo más en los detalles. Me pregunto si me estaré volviendo una maniática. Por un simple detalle juego a sacar la personalidad de quien me habla, es mi entretenimiento preferido por estos días. Incluso por escrito, ya estoy ducha en descifrar falsedades, aunque tengo que decir que lo hago por puro afán detectivesco, pues que una persona mienta no me resulta especialmente reprochable: todos deberíamos fabular, y más que fabular confabular, conspirar a nivel planetario para ocultar la chata realidad. La ficción es siempre mucho más estimulante para nuestros sentidos, y eso lo saben bien los poetas, los pintores, los músicos que se trasmutan en sombras enigmáticas sobre los escenarios, sombras que nos hacen soñar y emocionarnos, llevarnos un cigarro a la boca por el puro placer de ver el humo desdibujar sus rostros en la oscuridad -que no hacen falta rostros para amarse a uno mismo bajo los efectos de una nota desgarrada, de un ritmo lento y sostenido-. El alma sale sola y se da gusto.
Cada vez me pierdo más, y cada vez con más gusto en esta especie de trance hipnótico al que me abocan los detalles, observar los detalles, describirlos, gozarlos: ella tenía los dedos largos, de pianista, y jugaba con su anillo pasándolo de uno hacia otro dedo con increíble destreza y sin usar la otra mano. Y el anillo de oro era tan fino que en sus manos de panista apenas se distinguía, sin embargo servía por igual al pulgar y al corazón. Era un tanga de anillo, o era un anillo-tanga para una mano esbelta con oficio de prestidigitador, y así les iba, encajaban, simplemente encajaban... como anillo al dedo.
Él era tan firme en sus propósitos que su voluntad emanaba de él y le envovía como una capa, y era como una sombra que se anticipaba a sus pasos, haciéndolos más seguros. Todo en él denotaba firmeza, desde su corte de pelo, no, desde su propio pelo, negro como la noche y fuerte, pelo de indio, pasando por su cara varonil, su ceño fruncido su nariz de boxeador, una nariz que para respirar necesitaba hacer ruido, necesariamente, tenía la determinación de hacerse notar, pero los labios, ah, los labios, los labios eran cosa sublime. Tenían el color de una avellana, no eran rosados y aristocráticos, no: eran labios de pueblo, vagamente mestizos y de morder. Los dientes sonreían y suavizaban a su pesar el conjunto de aquel rostro implacable. Y cuando sonreía la boca, el rostro tan severo perdía su fuerza pues los ojos no se quedaban atrás y se achinaban para dejar paso a dos hoyuelos que poco a poco iban abriéndose paso junto a la boca, lo que afeminaba el conjunto hasta hacerlo deseable por hombres y mujeres. Afortunadamente las sonrisas no abundaban en el rostro de ese hombre tan severo.
El café estaba caliente... Continúenlo ustedes que a mí ya me entró sueño.
No hay comentarios:
Publicar un comentario