Al principio todas las casas eran iguales, pero por la fecha de mi nacimiento ya habían adoptado formas y colores distintivos, en absoluta concordancia con sus moradores, personajes que ante mis ojos de niña aparecían pintorescos, raros, aunque quizás no fuesen más que seres comunes y corrientes.
Pasaje Cadena Azul, así se llamaba aquella calle estrecha, en memoria de una emisora de radio con el mismo nombre, que había regalado casas como premio a sus oyentes. Las casas, enumeradas del uno al diez, estaban tan cercanas unas de las otras que daban vértigo, sin embargo mantenían cierta dignidad, un sinfín de detalles apenas perceptibles (reminiscencias pequeño-burguesas, como les llamaban) delataban la antigua distinción de aquel barrio, en una época en que la comodidad era un lujo que los cubanos no podían permitirse, de acuerdo con los principios del más riguroso realismo socialista. Y realismo mágico, diría yo, era lo que podía encontrarse en ese caldo de cultivo, en el que pululaban por igual socialistas sacados de los estratos más humildes, de esos que no sabían ni por qué luchaban, con otros especímenes en franca decadencia, los provenientes de familia acomodada que habían optado por no emigrar y quedarse en la Cuba revolucionaria, sin imaginarse la purga a que serían sometidos.
En orden ascendente era tal cual les narro: en el chalet número 1 (pongámosle así puesto que para mí en aquel momento era un palacio) vivía un matrimonio que pertenecía al grupo de los aristócratas amurallados entre las fronteras de sus casas. Aquello era muy feo, mucho más para mí que quería descubrir cada uno de los recovecos del barrio, para poder luego jugar a los escondidos. No sé por qué motivo (los adultos de mi barrio no jugaban a los escondidos) también parecía molestarles el ostracismo de aquellos vecinos, mucho más porque tenían “familia fuera”. Sí, sus familiares eran “gusanos” ¡Pin pon fuera, abajo la gusanera!, solíamos gritar los niños en las calles. Aquellas palabras, entonadas con fervor por los cederistas, retumbaban como una amenaza dentro de las casas de quienes se atrevían a mantener algún tipo de relación con sus parientes emigrados.
En el número 2 parecía haber un agujero negro, pues todos los que allí habitaban luego terminaban yéndose para el extranjero. Primero vivió allí una parejita que tenía una hija, a la que pusieron Aniuska, un claro ejemplo de la influencia rusa en aquellos parajes tan distantes. Pero al parecer el vínculo no era un mero capricho, sino una verdadera atracción: se fueron los tres para la Unión Soviética.
Al irse los pro-rusos se mudó a la casa un pariente de ellos, un joven llamado Héctor, que tenía una perra que se llamaba Lassie, como la de la serie para niños, pero menos inteligente. Aquel joven era algo afeminado, eso decían los mayores, yo había oído decir que era pajarito, aunque no sabía qué era aquello tan monstruoso; sólo sabía que no era bien mirado por la vecindad, y yo por si acaso, ni a su perra tocaba, no fuera a ser que me contagiase. Pero luego Héctor también se fue, a España, y se llevó a su perra. ¡Entonces sí que se hablaba de él con admiración! Un año más tarde, cuando vino de vacaciones, ya no era “Héctor el pajarito”; ahora era español, “gallego”, y por tanto bien recibido en el barrio.
Pero no era aquel el único pajarito que había en mi calle, había varios, todo un nido de pajaritos que, curiosamente, habían nacido y crecido con la Revolución. El nido estaba compuesto por Yuri, el del número 3, Tatín el del 5, y “Pepe el negrito”, un muchacho entrometido que vivía al doblar la esquina, pero que siempre estaba en el pasaje. Es curioso, más no raro, que los tres chicos se inclinasen por el baile. Cada año, cuando llegaba agosto, desempolvaban sus trajes de rumberos y se iban a bailar a las comparsas de los carnavales al clamor popular de “¡Ae, ae, ae la chambelona!” A mí me gustaba verlos disfrazados de rumberos, con los brazos llenos de vuelos de colores, arrollando en diagonal, en coreografías atrevidas de vueltas y paradas en seco, para luego retornar sobre sus pasos. El de las comparsas era un lento avance: un, dos, tres, pa’lante, un, dos, tres, pa’trás, entre la decisión y el arrepentimiento, pero siempre avanzando. A veces, cuando los chicos ensayaban sus pasillos en el portal de alguna casa, yo los imitaba, con esa facilidad que tienen los niños para imitar. Creo que así aprendí a bailar.
En el número tres vivía una familia "de color", como se decía para no ofender… Era una familia muy correcta, tan discreta y recogida que casi nunca daba de que hablar, excepto por “Yuri el pajarito”, un negrito amanerado como pocos. Milagros, su madre, era la reina de la casa, y del portal de la casa. Todas las tardes se sentaba allí a ver pasar la gente, una costumbre muy arraigada en los cubanos, la de socializar, y cómo no, chismear. También estaba Alaín a quien Milagros, su abuela, cuidaba. Alaín siempre fue un niño tímido, nunca nos relacionamos porque yo era un par de años menor que él, y quizás me encontraba muy fiñe para jugar conmigo, más bien prefería jugar con el chico de enfrente, el del número cuatro, “Yoyi” o Jorge, como en realidad se llamaba.
La familia del número cuatro estaba emparentada con la nuestra a través de mi tía, que se había casado con el hermano de Anisita, “la loca del barrio”, madre de Yoyi y de Danilda. Aquellos muchachos estaban de alguna manera afectados por la locura de su madre, y eso se notaba: Yoyi era muy introvertido, aunque decían que era bastante inteligente, yo nunca pude averiguarlo. Dany, por su parte, era una muchacha rebelde y fuerte a quien no le gustaba ponerse los zapatos, por eso correteaba descalza de un lado para otro, como si tal cosa, con un sol que quemaba el asfalto y expuesta a los vidrios de la calle.
Ninguno de los habitantes de esa casa consideraba la limpieza como algo importante, se rumoreaba que las sábanas tenían manchas de sangre, un tabú de los más grandes. La limpieza siempre ha sido el primer salto para alcanzar el cielo de los cubanos, y además, la escasez característica del período posrrevolucionario obligaba a cuidarlo todo mucho más, sino a saber cuándo se podrían reponer las cosas.
Anisita era venática y desaliñada, tenía un pelo rizado y canoso que nunca se preocupaba por arreglar, de forma que le caía en los ojos. Estaba gorda, pero en su gordura quedaban vestigios de la bella figura que debió tener de joven. Era una mujer muy culta, sin embargo desperdiciaba su cultura encerrada entre las cuatro paredes de su habitación, durmiendo o leyendo. Había estado casada con el padre de sus hijos, un fotógrafo, y ya para entonces estaba divorciada. Anisita era un misterio, uno de los misterios del pasaje, un sitio tan estrecho en el que no cabían los secretos. Otra ofensa para la vecindad: ¿cómo podía encerrarse de aquella manera y dar la espalda a los demás compañeros cederistas y revolucionarios? ¿Cómo se permitía tener un mundo propio dentro de aquel cuarto que, seguramente, estaba embrujado?
La tacharon de loca, porque su actitud realmente correspondía a la de una persona enferma, nunca le perdonaron la osadía de encerrarse, tenía que pagar un precio, y el coste para perdonarla fue la fabulación: se contaban historias, de casa en casa, sobre las cosas raras que hacía, que no se bañaba, que la casa olía mal, que no cocinaba para sus hijos… Historias que tenían una parte de verdad, y otra de mala intención (o buena, quién sabe lo que pasaba por la cabeza de los cubanos enajenados en su sueño de salvadores del mundo).
Ah, pero su hija Danilda sí que era simpática y dicharachera, no tenía complejos, se chupaba el dedo, no se ponía los zapatos, pero no le importaba. Siempre venía a mi casa a conversar con mis primas, que eran de su misma edad, adolescentes inconscientes e irresponsables, que solamente sabían hablar de sexo y de novios, y reírse. Yo las escuchaba a veces sin comprender muchas de las cosas que decían, pero creo que algo debió pegárseme, porque a mis escasos cinco años ya dibujaba hombres con un palito y dos bolitas entre las piernas y mi pobre gato plástico siempre tenía la cabeza al revés, del lado de la cola, aunque a lo mejor esto simplemente era una sana inquietud infantil.
En el número cinco vivía William, otro loco más, también vivían Maruca, su mujer, Tatín y Alberto, sus hijos, y por entonces venía mucho a quedarse Lucy, su hermana, con su esposo y Marianela, la hija de ésta. La historia de esa familia es más bien trágica: Lucy tenía cáncer de útero, y parecía que iba a morirse de un momento a otro, sus gritos de dolor se oían en todo el pasaje. Su hija, unos años mayor que yo, era tan joven y tan infeliz... Una tarde su madre, afectada seriamente por las telenovelas, o por la enfermedad, se dispuso a despedirse de todos, llamó uno a uno a su cuarto a los parientes y les dijo no sé qué, que todos salían llorando. Aquello era un espectáculo. Como siempre, la puerta de la calle permanecía abierta y todos los vecinos sabían lo que estaba sucediendo dentro de la casa, y los parientes lloraban, y los vecinos lloraban también, no tanto porque sintieran la muerte de Lucy, a la que apenas conocían, sino por contagio, por la herencia latina del melodrama.
A mí me daba pena con la niña, ni siquiera podíamos invitarla a jugar mis amigas y yo, sobrecogidas por la impresión: para nosotras era la primera vez que escuchábamos hablar de la muerte, y, al menos a mí, me parecía que se trataba de una peste contagiosa. Por otra parte no es un sentimiento propio de los niños la hipocresía ni la lástima, así que preferimos no involucrarnos, de todas formas Marianela no estaba para juegos, o quizás sí y nosotras no se lo ofrecimos, en todo caso ya no tiene solución.
Lucy se murió, y Marianela volvió a su casa con su padre, y Maruca, quien hacía años estaba separada de William, aprovechó para irse a vivir con su nieta, en definitiva sus dos hijos eran grandes, y sabían defenderse. Uno de ellos, Alberto, estaba becado en la escuela de maestros, y el otro, Tatín, integrante del “nido”, sabía más cosas de la vida que su propia madre.
El dueño de la casa, William,era un hombretón tosco y feo que llevaba, a mi entender, una doble vida: por lo general era un hombre tranquilo que arreglaba cosas y se pasaba los días en su pequeño taller desarmando objetos e inventado otros a partir de trastos que recogía por la calle. Con estos mismos trastos había decorado su casa como si fuese un barco, con un estilo algo kistch, pero con una originalidad incuestionable. La sala-comedor tenía las paredes forradas de madera oscura, con escotillas por donde salía la luz eléctrica, todo un suceso en el pasaje, si hubiese habido un premio a la decoración más original se lo hubiese llevado, sin lugar a dudas, William. Al fondo de la pequeña sala-comedor, había puesto una pequeña barra semicircular, con la particularidad de que debajo del mostrador había una gran pecera, la más grande y colorida que había visto yo a mis años, con bomba de oxígeno y todo. La pecera tenía una luz neón que la iluminaba de noche, y dentro había metido cristales de colores, piedrecitas, plantas, y unos peces estupendos que eran la envidia de mis amigas de enfrente que también practicaban aquel hobby.
Pero William era muchos personajes desconocidos a la vez. Actor de medio pelo, de cuando en cuando lo veíamos aparecer en los seriales de televisión haciendo de extra, solamente alguna que otra vez decía un bocadillo, algo así como: “ustedes por aquí, los otros por allá, y el resto, conmigo”. Para mí era un héroe, aunque casi siempre hiciera de matón (con aquella cara, no digo yo). Cada día veía “las aventuras” con la ilusión de verle aparecer, y si por casualidad salía, comenzaba a gritar a toda mi familia ¡Mira a William, mira a William! Hasta que venía corriendo alguien, a ver de qué se trataba. Era mi héroe infantil.
Frente a su casa vivía otra pareja de hermanos que era todo un enigma: Celina y Oscarito, al que a pesar de la edad le seguían diciendo el diminutivo. Era la casa número seis. Vivían encerrados a cal y canto: otra afrenta para los cederistas, y algo más raro aún, nunca se habían casado – y eso que tenían los dos una edad considerable-. La gente decía que “vivían juntos”, eufemismo que en el argot cubano significaba tener relaciones sexuales. Tal vez por eso eran muy callados, jamás se les veía conversar con los vecinos, su puerta siempre permanecía cerrada, salían y entraban de la casa con recelo, como si se sintiesen vigilados. ¿Tendrían algún motivo para sentirse así? Pues ahora que ha pasado el tiempo, pienso que sí que tenían y mucho, supongo que debieron ser muy infelices, fueran o no incestuosas sus relaciones, durmiesen juntos o separados, aquella intromisión en su privacidad no tenía lugar, ni pretexto. Debía ser muy duro no pertenecer a una sociedad igualitaria, salirse del esquema y ser marcado con una cruz. Había que estar muy asediado para no sucumbir al calor del mediodía cubano y vivir enclaustrado. No obstante, y como la doble moral estaba a la orden del día, Ricardito (sí, el propio Ricardito) era el presidente del CDR y desde sus ventanas entornadas vigilaban, él y su hermana cuanto sucedía en el pasaje, “los vigilantes vigilados” podría ser un buen título para esta parejita peculiar.
Luego veníamos nosotros, la casa de los muchos, una de las más ajetreadas de la cuadra, donde nací yo, para mi eterno orgullo. Era la número siete, y siete éramos los que la habitábamos, y creo que ese número permaneció casi constante hasta mucho más adelante. Siete éramos y no es que fuera una gran casa, al contrario, era pequeña y estrecha, pero siempre cupimos bien, al menos yo lo veo así. La casa imitaba el estilo americano, había sido diseñada para satisfacer las necesidades estéticas de una clase media-baja con ínfulas de grandeza, pero pobre presupuesto, de ahí que las paredes fuesen finas, el techo siempre tuviese problemas, y resultase algo incómoda la distribución, pero yo la encontraba encantadora.
Tenía a la entrada un portal que se alzaba unos dos metros sobre la calle, punto de mira estratégico para mi tía, y lugar de reuniones nocturnas o de conversaciones de portal a portal. El pórtico dividía la residencia por la mitad, con la puerta de la calle en el centro y al lado derecho un pequeño jardín del que cuidaba con afán mi tía Lorenza.
El jardín era como la casa, entrópico, muestra fehaciente de la anarquía que reinaba entre sus moradores, una anarquía resultante del calor, de la humedad, o de ambos, un gran relajo, en conclusiones. Mi tía, quien evidentemente no sabía nada de jardinería, se las había ingeniado para sembrar en él todo tipo de plantas, sin importarle la variedad ni el clima adecuado. Tampoco las podaba, o al menos no lo hacía con regularidad, por lo que las palmeritas llegaban hasta los cables de la electricidad, y sólo eran derribadas cuando algún vecino alarmado advertía del peligro de quedarnos sin corriente eléctrica por su culpa.
Cubría todo el jardín un césped fino como nunca más he vuelto a ver, o será que no he vuelto a observar la hierba tan de cerca. Era una hierba verde (no es broma) de un verde oscuro igual que el de las fotos de las revistas, un verde auténtico, de lluvia y de trópico. Siempre me gustó el jardín, aquel pequeño jardincito era todo un mundo para mí, un tupido bosque tropical que mi tía no me dejaba pisar, pues decía que le estropearía las plantas.
Luego estaba la sala, separada del comedor por un murete que servía de parabán contra las miradas indiscretas de los intrusos, sobre todo en lo concerniente a la comida, eterno punto álgido de los cubanos tras la revolución. La segunda función del muro era ornamental, allí se deleitaba mi tía colocando adornos de feria, y otros más lujosos que mi padre le traía de regalo en ocasión de sus viajes al extranjero. He hablado de mi padre y aún no lo he presentado, pues mi padre (para mí el hombre más importante de la tierra), era un joven y prometedor arquitecto que no tenía dónde vivir cuando se casó con mi madre, una bella periodista que vino a estudiar a la Universidad de la Habana desde Ciego de Ávila, su provincia natal y, como pasa casi siempre, se quedó a vivir en la capital. Como no tenían casa, se fueron a vivir a la de la hermana de mi madre, porque, como dice un popular refrán cubano “donde come uno, comen tres”, y se instalaron en la habitación más pequeña, un cuarto personal que, a juzgar por todo lo que tenía dentro, parecía un apartamento en sí mismo. Mi padre había puesto todo su ingenio arquitectónico en proveer a aquel minúsculo cuartucho de cuanto se pudiera meter en los pocos metros cuadrados de que disponíamos. En aquella estancia diminuta pasé yo los primeros y más felices años de mi vida.
Además de nosotros, en la casa vivían mi tía, a quien ya les he presentado, que era peluquera y tenía allí mismo, en el patio, su propio salón de belleza. Bueno, ni tan salón, ni tan de belleza, porque en realidad quienes iban a arreglarse allí eran las señoras maduritas del barrio, esas a quienes les gustaba más ir por chismorrear que por ver el resultado final de sus cabelleras. Casi nunca venían jóvenes a arreglarse, salvo, por supuesto, las del pasaje, pero esas no contaban porque eran como de la familia.
Por culpa de aquel negocio de mi tía, el patio de nuestra casa nunca estaba bonito, sino todo lo contrario, lleno de pomos, pelos, toallas pintadas de tintes sucesivos, en fin, todos los implementos de un salón, pero algo peores. El propio lavadero hacía las veces de lava-cabezas, donde se ponían las mujeres de frente para abajo en vez de boca-arriba, como debería ser. Las pobres, debían salir de allí con dolor de cuello cada vez que tenían que lavarse las cabezas de aquella incómoda manera. Ahora me pregunto por qué a mi tía no se le ocurrió nunca hacer un verdadero mueble para estas cuestiones, ya que se dedicaba a aquel trabajo...
También vivían en nuestra casi mansión mis primas Sisi y Yanet, adolescentes rellenitas y alborotosas que sólo sabían comer y bailar, y que siempre peleaban entre ellas. Yanet, la mayor, tenía un mal carácter pronunciado, gritaba por cualquier bobería, era egoísta, en fin, un dechado de virtudes, y aunque con el tiempo se fue dulcificando, en aquella época tenía a su hermana Sisi dominada.
Sisi era tan dulce como gorda, una chica siempre sonriente que exhibía su gordura sin complejos. Juguetona y ocurrente, tenía una voz de pito que, junto con sus libras de más era su característica más pronunciada. Lo malo de Sisita, como le decía mi mamá, era que de tan juguetona, se le ocurrió jugar con fuego, y se quemó. Siendo apenas una adolescente se le ocurrió experimentar el sexo con otro párvulo como ella, y quedó en estado. Apenas tenía catorce años, sino fue un récord, al menos sí un buen average, pero era tan gordita e infantil que nadie, ni ella misma, se dio cuenta hasta que ya tenía cerca de los ocho meses. Aunque parezca imposible sucedió así, y nadie se percató de su barriga.
Fue su madre, mi tía Loren, quien se llevó la sorpresa: en una visita al médico, por un supuesto malestar de su hija, se enteró de la noticia del embarazo y entonces ardió Troya.
Yo en aquella época no tenía uso de razón, apenas si tendría cinco años, pero recuerdo muy bien la que se armó en mi casa: mi tía discutía con mi prima, mi madre trataba de persuadir a su hermana porque ésta estaba hecha una fiera, mi prima lloraba por los rincones de la casa, y entre tanto los vecinos cuchicheaban, me imagino lo que dirían. Aquello era atroz, se estaban cumpliendo dos de los pasajes más sórdidos del catálogo de prejuicios sociales cubanos, a saber: embarazo precoz y futura madre soltera. Aquellos tabúes no se habían ido con la Revolución, estaban demasiado arraigados en la sociedad, sobre todo en la gente de campo, como mi familia.
En un lapso de tiempo breve aparecieron ropas de bebé, una cuna, un escaparate pequeño, un coche, y un sinnúmero de artículos infantiles, en su mayoría donados por parientes y vecinos conmovidos por la situación. Mi prima pasó de la noche a la mañana de ser una niña risueña que aún correteaba en la calle con los chicos, a ser una señorita triste y avergonzada de su proceder. Decían los vecinos que justo una semana antes la había visto jugando al “burrito veintiuno”, un juego infantil nada delicado, pero en un abrir y cerrar de ojos su niñez se veía amenazaba por aquel embarazo inesperado.
“Llegaba con un hambre de la escuela, me decía: mami, prepárame algo de comer, que tengo tremendo hueco en el estómago” – contaría luego mi tía cuando ya la nieta había nacido para regocijo de toda la familia, sobre todo de ella, que se hizo cargo de la nieta, a la que crió como a otra más de sus hijas ¿qué otra cosa iba a hacer? Sisi, la pobre, con catorce años no sabía ni lavarse la ropa, y además estaba estudiando. ¿Iba a obligarla a dejar los estudios, cercenar su vida de aquella manera? Y aunque al principio en el pasaje todos comentaban acerca del temprano embarazo, pronto el tema dejó de ser la comidilla del barrio y fue olvidado, como tantos otros.
Todavía recuerdo el día en que llegó Sisi del hospital con la niña en brazos, eso sí que lo recuerdo bien por la impresión que me causó. Venían en un taxi, ella y mi tía Loren. No bien se arrimó el taxi a la acera se hizo mutis en la sala, donde esperábamos varios familiares y vecinos. Se abrió un silencio sólo precedido por los avisos de ¡ya vienen! y la onomatopeya característica para mandar a callar a los presentes. Parecía un acto solemne. Como en los recibimientos oficiales, la comitiva salió al portal, todos nos apiñábamos para ver a las recién llegadas. Sisi venía con la cabeza muy baja, y yo no entendía nada de lo que pasaba, traía a la niña en brazos pero no sabía ni cargarla, la pobre. Al llegar al portal, mi madre que estaba esperando, la abrazó, y comenzaron a llorar, yo seguía sin entender. En días anteriores mis padres se habían encargado de explicarme que mi prima daría a luz un bebé, y que tendría una nueva primita, pero nunca me habían dicho que aquello fuera malo, por eso no comprendía la causa de tanto lamento.
Uno de pequeño tiene ideas infundadas sobre el origen de las cosas, ideas inverosímiles pero llenas de imaginación. Yo tenía una teoría sobre el nacimiento de las personas y el paritorio de mi prima vino a corroborármela: los hombres daban a luz a los niños y las mujeres a las niñas, y además era cosa fácil, al menos Sisi había dado a luz en cuestión de una semana. Pero volviendo al día en que llegó al barrio Rebeca, aquella ceremonia parecía más un funeral que otra cosa, definitivamente aquello no me encajaba en la idea que me habían dado de lo que era el nacimiento de un niño.
Por suerte con el tiempo todo se fue simplificando; la niña se quedó en la casa como si siempre hubiera estado allí, entre todos la cuidábamos, y mi prima pudo continuar sus estudios de maestra, sin perder ni un curso.
Aunque no lo haya mentado aún, mi tía estaba casada en segundas nupcias con Osvaldito, el hermano de Anisita, para mí “Apa”. Apa era camionero, y a pesar de su aspecto tosco de casi dos metros de estatura y más de doscientas libras de peso, le encantaban los niños y tenía mucha gracia para lidiar con ellos. Al igual que su hermana, padecía de cambios de humor y se deprimía por épocas en las que solamente dormía y dormía encerrado en su cuarto. No obstante era una persona maravillosa, siempre jugaba conmigo, retozábamos o se disfrazaba para hacerme reír. Mi tía siempre le decía: “pareces un muchacho” y no perdía la ocasión de regañarlo.
Apa me iba a recoger al círculo infantil algunas veces y me llevaba en su gran camión hasta la casa, y otras me daba una vuelta porque yo se lo pedía, era tan alto aquel aparato, las cosas se veían mejor desde allá arriba. Incluso una vez me subí a la cama (la parte de atrás), donde transportaba las revistas, y caminé por encima de ellas, era una sensación como de vértigo, de grandeza. Esto horrorizaba a Balbina, una anciana muy remilgada que vivía al lado nuestro, quien le decía a mi mamá que no le dejase a Osvaldito saludarme con aquella barba, porque me rasparía, y tampoco cuando había llegado del trabajo, porque venía sucio. Si me hubiesen dado a escoger, prefiero los anticuerpos que tengo hoy a perderme los retozos con mi segundo papá.
Frente a nuestra casa vivían personas “de color”. No era una familia como tal, más bien eran parientes lejanos. El tronco estaba compuesto por Yeya y Eusebio, un matrimonio mayor. Él era carpintero y ella, ama de casa, como tantas mujeres cubanas. De esa casa lo que recuerdo con más claridad era el olor, un olor rancio, extraño, que provenía de la habitación delantera donde estaban recluidas dos ancianas que ya no podían valerse por sí mismas. Aquel hedor era una mezcla de orina y sudor fuerte, algo de verdad repelente, era el olor de la vejez, supongo, de la muerte, algo muy desagradable sin lugar a dudas. Sin embargo no podía decirse que aquellas personas no fuesen decentes, pero como ya he dicho, el asunto de la limpieza es algo fundamental para los cubanos. No es que los cubanos sean más limpios que el resto de los habitantes del planeta, pero las circunstancias: la carencia posrrevolucionaria de productos de limpieza y aseo personal, unido al clima húmedo y caluroso obligaban a cuidar en grado extremo la higiene, so pena de ser tachado de persona non grata.
También vivían en aquella casa Ana e Hipólito, un matrimonio joven con problemas de vivienda, que por ese motivo compartían techo con aquellos parientes lejanos. Al igual que nosotros, Ana e Hipólito ocupaban la habitación pequeña, con baño dentro, y entre aquellas cuatro paredes se habían construido su mundo con todo lo que necesitaban para vivir. A diferencia de la mía, donde éramos muy bien llevados (las más de las veces), en casa de Yeya se respiraba un ambiente de cuartel: cada uno vivía recogido dentro de su respectivo cuarto y los lugares de uso común estaban abandonados a su suerte, derruidos, malolientes y oscuros. De toda la casa solamente se salvaba el cuarto de la joven pareja, que Ana mantenía pulcro y ordenado. Ana era una mujer escultural, una “criollita”, nombre que se da en Cuba a las féminas con cintura estrecha y generosas caderas, muslos y piernas. Hipólito en cambio era un recio negro de facciones finas, y sonrisa perfecta. Ambos eran resultado de la mezcla de razas, un bello resultado, él, marinero de profesión, no hacía honor al estereotipo de los marineros, su único amor era Ana, su puerto favorito.
En el número nueve, justo a lado nuestro, vivían Nena y Eulogio, con los padres de ésta: Balbina y Tomás. Nena y Eulogio vendrían a ser mis padrinos si yo hubiese estado bautizada, no tenían hijos por algún motivo que nunca pregunté, pero en aquel entonces me tenían a mí, y aprovechaban los ratos en que mi mamá trabajaba y no tenía quien me cuidase para raptarme y llenarme de atenciones. Todos en aquella casa eran católicos, apostólicos y romanos, siempre antes de irme, me obligaban a ir donde Balbina, una anciana refunfuñona que me imponía respeto, por no decir pavor, para pedirle la bendición, yo que ni sabía qué cosa era aquello. Si bien Nena y Eulogio eran atentos y cariñosos conmigo, su madre, no sé si por delirio senil, o por acidez natural era un monstruo, mi primer “coco”, tanto, que a veces me amenazaban con traerme a Balbina para que me comiese la comida. Lo cierto es que cuando me daba la bendición, yo sentía como si me estuviese maldiciendo, o quizás era el miedo que le tenía. En ocasiones, y eso que yo nunca fui revoltosa, sino más bien tranquila, la adorable señora sin más acá ni más allá decía en voz alta, de manera que yo la pudiese oír: “Nena, ¿y cuándo se va a ir esa niña para su casa?” La pobre, ahora creo que estaba senil, quizás era ella la que me temía, claro, yo con aquellas manitas que lo tocaban todo, con aquellos ojos que escrutaban sus altares, y mi bocaza indiscreta preguntando qué eran esos muñequitos, manifestando una irreverencia total ante sus dioses y sus “bendiciones”, debía traerla loca, a la pobre señora.
Pero de pronto la familia comenzó a extinguirse, sin preámbulos, como si le hubiera caído un maleficio. Primero fue Tomás quien se fue al cielo, el viejito de acento gallego y boina roja, luego fue Balbina, mi ogra, de modo que quedaron Nena y Eulogio más solos que antes y sin hijos. Años más tarde fue Eulogio quien se fue a vivir con los angelitos, y esa muerte sí que la sentí como si fuera la de un familiar cercano, pero ya para entonces era adolescente y la afronté con la inconsciencia típica de esa etapa. Para ser franca a veces pienso que me protege, pues aunque me considere atea nunca he desechado esa hipótesis romántica.
Todavía recuerdo cómo me sentaba en los sillones de su portal con los dos, Nena y Eulogio a contar las estrellas, y a escuchar los cuentos de aquel hombre tierno, sobre las cosas que hacía Dios allá arriba en el cielo: que si cuando abría la llave del agua, entonces llovía aquí abajo en la tierra, que si se ponía bravo, se escuchaban los truenos y relámpagos, que cuando encendía la luz se hacía de día y cuando la apagaba, oscurecía, y otra serie de enseñanzas bienintencionadas e inocentes, que, como más tarde comprobaría, no tenían nada de ciertas y que sólo se justificaban como sano divertimento para mi imaginación infantil.
Nena me enseñó mis primeras nociones de cocina, con su sentido común supuso que me haría falta en el futuro un poco de dominio de estas artes. Me mintió diciéndome que había sido ella quien había enseñado a cocinar a Nitza Villapol, la conductora de un espacio televisivo muy popular que ponían los domingos por las mañanas y que se llamaba “Cocina al minuto”. Yo le creí, y no sólo le creí, sino que lo repetía entre mis amigas de la escuela como una verdad absoluta e indiscutible. No obstante sus lecciones no tenían nada que envidiarle a las televisivas, y además, eran personalizadas. Ella era Nitza y yo Margot, la silenciosa ayudante de ésta. A propósito de “Cocina al minuto”, años después el espacio pasó de ser un programa a ser un problema, y tuvieron que sacarlo del aire, por la escasez de alimentos que acompañó al “Período Especial”, la crisis más severa que ha afrontado jamás el país, consecuencia directa del derrumbe del campo socialista.
Todavía si cierro los ojos puedo ver a Nitza cocinando en su preciosa cocina de lujo un sabroso dulce de tomate, o bistec de toronja, que se hicieron tan populares cuando llegó el Período Especial y ya no había ni qué inventar; pobre Nitza, después del esplendor y el caché que tenía su espacio fundado antes del triunfo de la Revolución, (cuando desapareció, su programa llevaba más de cuarenta años en el aire, casi un récord Guiness), y la pobre haciendo de tripas corazón para inventar un plato decente a base de picadillo de soya (o soya picada, con más toxinas que un pez venenoso y un sabor que nada tenía que ver con la carne), recomendando hervir el picadillo y botarle el agua por lo menos tres veces antes de sazonarlo para que supiera a picadillo, mejor dicho, para que no supiera a soya -que sabe a rayo encendido, por mucho que a los naturistas les haya dado por consumirla como si fuera la panacea- sino, al menos, a la sazón que uno le pusiera. Un espectáculo penoso.
Pero Nena no cocinaba ajiacos ni aquellas cosas decadentes que se pusieron de moda con el período especial; no sé cómo pero se las arreglaba para tener siempre un plato de comida decente que brindarme cuando iba a su casa, y postre (oh, adorado postre) que en mi casa devoraban sin compasión mis primas, y que yo ni por asomo alcanzaba, a no ser que pusieran la prohibición explícita, o lo escondiesen -aunque después de nacer Rebeca, ya los privilegios no eran para mí, sino, como decía mi tía “para la niña” como si yo estuviese pintada en la pared-. En fin, que cuando llegaba a casa de Nena, ella ya conocía mis gustos y me brindaba alguna chuchería que me tenía guardada; casi siempre eran cosas que no se encontraban fácilmente, o productos de la “Bodega” que ella transformaba en platos deliciosos, dignos de la alta cocina cubana. No me pregunten de dónde sacaba los ingredientes, eso es pedir demasiado, aunque a lo mejor su herencia española daba ese toque mágico a su gastronomía.
Quizás sirva de algo aclarar que Nena era costurera, y según decían, carera. Recuerdo que me hizo dos o tres prendas, pero decía mi mamá que no perdonaba, ni por ser a mí -en Cuba los españoles tenían fama de tacaños, quizás en este caso la austeridad europea chocaba con el carácter desprendido de los cubanos-. También era dada a ir a la iglesia, territorio prohibido, no explícitamente, pero era un secreto a voces lo de que los “compañeros socialistas” no debíamos asistir a misa. La iglesia siempre fue un tabú en la Cuba de después de los sesenta, se comentaba que tenía relación directa con las mafias anticastristas y además, el ideal en el que se basó todo el argumento de la Revolución, una vez que triunfó, fue la doctrina marxista-leninista, que negaba la existencia de Dios.
Nena se saltaba esas prohibiciones tácitas: ¿cómo iba a renunciar a su iglesia a la que tantos años había asistido fiel y devotamente? No, ella no aspiraba al modelo de hombre nuevo, y supongo (más bien es una certeza) que en su fuero interno desdeñaba todas aquellas ideas extremistas y descabelladas. Ella creía en los verdaderos valores: el trabajo, el amor a la familia, y cómo no, la limpieza, en ese aspecto era digna representante de las mujeres cubanas.
Frente a la casa de Nena, en el número diez, vivía mi mejor amiga de infancia, Aimée. Era una familia aburguesada, a juzgar por sus maneras, eran muy educados, eso en aquella época era una rareza, como si hubiera que ser, por regla, escandalosos, maleducados, chismosos, oportunistas, envidiosos, el modelo que hombre nuevo que estaba forjando sin querer la Revolución. Pero esta familia era honorable como pocas, religiosa -católica, por supuesto, las religiones afrocubanas eran patrimonio de las personas de baja extracción y esta gente además de ser blancos-blancos, cosa que en Cuba tiene una trascendencia inimaginable, eran, o habían sido, de buena posición-.
Las dos niñas, Aimée y Alina eran mis amigas del barrio. Yo siempre quise que mi familia fuera así, organizada, cuidadosa, pero en mi casa éramos muchos como para, encima, tener orden. No sé si por eso mismo yo siempre iba a jugar a casa de Aimée y me pasaba las horas disfrutando de la paz y el equilibrio de una casa de verdad, como las de los cuentos infantiles, con madre siempre presente y abuela regañona, y juguetes de verdad “de afuera”, que les traía su padre, que era traductor multilingüe y viajaba al extranjero.
La madre, Maritza, era una mujer dulce como pocas he visto en mi vida, y el padre, Carlos, siempre andaba tan serio que imponía respeto, pero también era buena persona, la abuela materna de las niñas también vivía con ellos, Cuquita le decían, aunque no recuerdo el nombre exacto, y Cuquita pertenecía a la vieja guardia: religiosa, recalcitrante y regañona, tres R que la hacían a mis ojos peligrosa. La evitaba a toda costa.
Sólo me resta añadir al pasaje dos o tres personajes que, aunque no vivían físicamente en él, siempre estaban dando vueltas, y tienen mucho que contar. La primera, coronando el pasaje: Magdalena, una negrona que hacía honor a su nombre. Magdalena era gorda y lasciva. Enfermera de profesión, era difícil imaginarla cuidando a sus pacientes mientras sus hijas crecían salvajes, como en la jungla. Podría decirse que Magdalena provenía de una de las tribus africanas de mujeres exuberantes, de grandes pechos y carnes en abundancia. Tenían que ser sus genes, puesto que la alimentación no daba para tanto, y esta mujer era de veras gruesa y grande. Su patio, o mejor dicho, un extremo de su patio daba al pasaje, justamente a la casa de Nena y Eulogio, mis vecinos, y siempre se la podía ver en sus ratos libres parada en el patio de su casa -luego descubrí que encima de unos ladrillos para poder ver mejor- contemplando por encima del muro, alto de por sí, el movimiento del pasaje, conversando a gritos con los vecinos que invariablemente estaban sentados en sus portales, o riéndose a carcajadas estruendosas de los acontecimientos. Tenía una risa fácil, burlona, y cuando reía podía vérsele hasta la campanilla, sobre todo aquellos dientes blancos por los que seguramente habrían pagado una buena suma en tiempos de la esclavitud. Tenía un marido conocido: Pupi, que era dentista y como tal había viajado a no sé cual país de África como parte de una de las misiones “internacionalistas” que estaban muy de moda en aquellos tiempos. Para ser un verdadero revolucionario había que estar dispuesto a ir a prestar ayuda a otros pueblos, aún cuando esa ayuda no fuera otra cosa que exportar guerra, como en el caso de Angola. Pero volviendo a Magdalena y Pupi, eran una pareja explosiva; sus peleas eran sonadas en todo el barrio. Él era el padre de sus dos hijas menores, aunque más bien era un personaje ausente, venía, le hacía la barriga, y volví a irse para donde fuera que estaba en África, dejándole de paso dos o tres productos exóticos que todo el barrio se apuraba a admirar, sí, porque ya Magdalena no era una negra cualquiera, era una negra con efectos electrodomésticos, tan raros en la Cuba de los ochenta como los OVNIS.
Otro de los personajes que siempre estaba metido en el pasaje era “Pepe el negrito” a quien ya cité antes pues formaba parte del “nido”. Pepe era lengüilargo y metomentodo, como ya dije, y tenía un comportamiento amanerado que, con el paso de los años, se transformó en homosexualidad. Se había ido por “el otro bando” como se decía con recato. Pepe era amigo de mis primas, por ese motivo siempre estaba metido en mi casa, en el portal, conversando de las cosas más intrascendentes, riéndose y armando bulla. Con el tiempo se hizo “santero” y andaba por la calle vestido de blanco y con gorra, tratando de infundir respeto con sus vaticinios, pero todos lo conocían y lo apreciaban (lo habían visto crecer) así que le resultaba difícil encontrar seguidores en el barrio, más bien encontró simpatizantes, pero el pasaje nunca se caracterizó por ser cuna del folclor afrocubano.
Sólo me queda mencionar a Xiomara, otro personaje que siempre estaba metida en mi casa, decía mi tía que era lesbiana, pero nunca lo supe con exactitud, sí sabía que era fea con ganas y que no se arreglaba mucho. Flaca y desgarbada, rubia y blancuzca, y de ojos saltones, parecía más bien una caricatura que una mujer, aunque siempre me cayó bien: no se metía en nada, no era escandalosa, ni maleducada, sino más bien tranquila, de temperamento flemático. En aquella época si los hombres homosexuales eran mal mirados, las mujeres, un poco más y eran linchadas en plena calle. Las personas de bien evitaban relacionarse con este tipo de “gentuza”. Sin embargo mi tío, Osvaldito, el marido de mi tía Loren tenía una fuerte amistad con Xiomara y en casa la tratábamos como si fuera de la familia.
También estaba Yiya, la bruja -en todo universo infantil tiene que existir una bruja- ésta era la nuestra. Yiya era una anciana desdentada y harapienta que vivía al doblar la esquina y padecía de locura senil. Su casa era la típica casa de una bruja: oscura, sucia y misteriosa, yo no me hubiera atrevido a entrar en ella jamás. Vivía con un hijo ya bastante adulto que -a juzgar por lo que decían- era buena persona. Se llamaba Victoriano y era plomero, pero no creo que, viviendo en una casa así con aquella madre, anduviese muy bien de la cabeza.
En nuestra aventura infantil Yiya era la mala perfecta, sólo le faltaba la escoba para perseguirnos y hacernos sopa, y su comportamiento daba mucho de qué hablar, siempre andaba husmeando en los latones de basura, con dos o tres perros al retortero, rumiando su amargura por las calles, hablando sola o con sus animales, cuando no le tiraba piedras a quienes la importunaban. Nosotras éramos de aquel grupo de provocadores que no dejaba en paz a la anciana, cuando pasaba por el pasaje le gritábamos “Yiya matraquilla-come-pan-con mantequilla” y salíamos corriendo, o nos escondíamos detrás de las ventanas.
Pero aún nosotras, con aquel comportamiento irrespetuoso, no éramos quienes más la molestábamos, otros chicos de la zona, mayores y maleducados, le decían apodos, le lanzaban cosas, la rodeaban y le tiraban de las ropas harapientas, o molestaban a sus perros. Pobre anciana, cuánta crueldad había en aquel inocente juego infantil, una crueldad aprendida, pasada de boca en boca, como los mitos.
Continuará...
7 comentarios:
Vale por el impulso...Oye Ivis esto es formato blogonovela pero la voy a imprimir (paginando y todo;-)y la leeré como las de toda la vida...en el Metro que es el único tiempecito que me queda propio y disfrutable...Qué manera de producir esta cubanita! Me voy del aire pronto que llevo varios días trasnochá, suerte...que estás ya en conteo regresivo de 3!
Ivis, relmente buena, parece que lo sacaste de tus entranna, pero muy larga... yo no me atrevo a tanto, cuando veo que enWord da patraq mas de 3 paginas trato de cortarlo... total, si no hay prisa, los que nos enganchamos disfrutamos el paso sencillo ... pero igual si sientes el impulso y no puedes parar, pues se te agradece igual el talento y la entrega!!!
Es cierto chicas, que es larga, pero yo soy tan vaga que lo dejo ahí, hasta la próxima.
Lo siento por el marketing.
Un beso, guapas.
Ivis.
Cúbani,
pasé a desearte un buen viaje y me encontré con esta sorpresa. Sí tienes tiempo para trabajar en ella, este es un buen modo de obligarte a terminarla. Ayudada por la presión de los lectores. Aquí estaré "echando porras". Luego pasó a leer más detenidamente el texto. Ando apuradillo.
un abrazo y buen viaje
Gracias por pasarte, frigi. Un beso y sí, quiero continuar esto, e incluso es probable que cambie este principio estilo ladrillo por una cosa más ligera con diálogos.
Esto es un taller.
Besos.
Ivis, digo (escribo) lo mismo: me la leo en el metro...
Saluditos desde Berlín!
[Te dejé una sorpresita en mi blog]
Excelente retablo de personajes. Tienes buena mano para las caricaturas discretas, sin exagerar demasiado, pero marcando suficientemente los rasgos para que los personajes simpaticen. La perspectiva de los recuerdos de una niña es siempre encantadora. Además de que suena genuino en tu caso. Ya te imagino penetrando en las intimidades de esas casas y esas vidas, con una gota de ingenuidad y otra de ironía.
Otra cosa, no creo que sea un ladrillo. El estilo es ligero de hecho. El diálogo no es siempre más placentero, aun cuando se lea más fácil.
La extensión si es algo que debes considerar. Recuerda que la Internet no es una lectura de sofá o de cama. Es lectura de paso o de ocasión, pausa en la oficina a la hora del almuerzo (como yo ahora) o un stop antes de seguir hacia la página siguiente.
Por lo demás, espero ver la continuación. No te plantees grandes metas. Postea tres párrafos que añadan algo. Al cabo de unos meses son capítulos.
un abrazo y suerte por Cuba
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