domingo, 15 de julio de 2007

Reacción en cadena

Aquel primero de enero mi familia era un mar de lágrimas: mi madre lloraba, mi abuela también, mis tías, primos, y hasta el perro, y yo no entendía nada.
Todo comenzó cuando dieron las doce, estábamos reunidos en casa de una de mis tías para esperar el año nuevo y, como de costumbre, éramos muchos. Todos menos uno: el patriarca.
Hacía cuatro meses que había fallecido mi abuelo, y era como una obligación llorar su ausencia, pero ¿en ese preciso instante? – mis ojos no daban crédito a lo que veían- ¿Tenía algo que ver la hora en el deseo fisiológico de llorar?
Mi cámara de vídeo registró todos los gestos y detalles del fenómeno, que sucedieron según este orden:
Al sonar las doce mi abuela ya tenía una lágrima en cada ojo y, protagonista del drama, no hizo nada por ocultar su dolor, en cambio avanzó decidida hasta el centro de la sala con una decisión tomada: vengar esa fiesta en pleno luto; o quizás no, quizás simplemente desease sentirse acompañada en su soledad de viuda nueva. No quedaba duda de su tristeza; esa abuela mía que no cabía ahora en un solo cuerpo, acostumbrada a andar con dos a cuestas. Pobre abuelita mía, qué pequeña y frágil se veía sin esa protección carnal. Me daban deseos de llorar sólo de verla.
Pero no, yo no podía llorar, yo era la cámara, que por entonces registraba a mi madre que acababa de entrar en el cuadro, contando los segundos en conteo regresivo, mi madre que casi estaba feliz al dar las doce, que aplaudía y saltaba, y giraba a su derecha para encontrarse con la lágrima tentadora, accesible, en el ojo de su progenitora, brillante como cristal de roca, cegadora al contacto con la luz; el rostro de mi abuela desfigurado, a punto ya de escupir esa rabia contenida bajo el disfraz del año nuevo.
Se establecía el contacto visual y ahí se contagiaba mi madre de la pegajosa angustia que poco a poco iría transformando la escena de fiesta en funeral.
¿Qué pensaría mi madre -me preguntaba- al recibir esta orden al desorden emocional, ese llamado, esa obligación, ese compromiso, justo cuando más divertida parecía estar?
La cámara oportuna registró las variaciones en su rostro: primero cerró los ojos, se concentró, comprimidas sus alegrías al vacío, y ahí estuvo, ojos cerrados, inhalando tristeza hasta que estalló, desgarrada, exhalando todo de una única, puñetera vez.
Mientras tanto había avanzado hacia mi abuela, ya lágrima viva, y se abrazaban en medio del caos de año nuevo, vida nueva.
El bloque de hielo que ahora formaban mi mamá y la suya en medio del salón era insalvable, escandaloso, y el frío que despedían helaba el retrato de la nochevieja antes feliz. Todos estaban metidos en el congelador y no lo sabían.
El halo fue extendiéndose y ya eran tres los contagiados, mi tía Loren, la mayor de las hijas, había hecho contacto visual, y se llevaba la mano a la boca, y yo mientras la observaba tras la lente seca de la cámara, me preguntaba:
¿Qué pasaría por la cabeza de mi tía, boca-cerrada-no-entran-moscas, al mirar aquel cuadro triste en el día que empezaba el próspero año nuevo?
Algo muy confuso debía estar experimentando, pero por si acaso, puso el automático y como quien no quiere la cosa pero sí la quiere, sacó sus lágrimas a tomar aire. Después de eso lo que hiciera poco importaba porque la misión estaba cumplida, la señal se había recibido y el mensaje transmitido con rapidez, no obstante yo dudaba, mirando mi reloj, sobre si habría sido capaz de interiorizar, en apenas diez segundos, el motivo de su llanto. Sí, seguro que sí. Aquel incidente no sorprendía a nadie: era la muerte que sobrevolaba el salón. La muerte fresca del abuelo ¿o era una especie de sugestión?
La reacción fue tan breve que ni la cámara lenta pudo detectar el momento del cambio, pero ocurrió. Y lo que siguió ya fue apoteósico, virulento: el escenario se transformó deprisa, las lentejuelas se dieron la vuelta y los coristas, bajo sus nuevos trajes de luto comenzaron a susurrar una letanía, un réquiem que desentonaba con la música de fondo, alegre y desfasada.
Mi cámara continuaba sumando víctimas en aquella noche rara: cuatro, cinco, ¿qué era aquello, por todos lo santos? ¿Acaso una especie de embrujo? El grupo de plañideros (algunos de mis primos y tíos también se habían sumado) se amontonaba en el centro del salón y hacía imposible ver la celebración -con serpentinas y artistas famosos incluidos- que pasaban por el canal seis. De pronto no pude más seguir filmando porque un brazo húmedo y pesado tiró de mí hacia el centro, al meollo lacrimal. Entonces me vi encerrada en una red de brazos y cabezas mojadas, algo así como cuando se reúne un equipo de basket para trazar su estrategia, pero diferente, no había tanto ambiente, o mejor dicho, sí había un ambiente... histérico.
Allí estábamos todos, los más y los menos, en ese mazacote familiar, demostrando cuánto queríamos al abuelo. Todos lo queríamos, lo queremos, de eso no cabe duda, pero yo, que siempre he sido un poco escéptica, me preguntaba: ¿era necesario tanto alarde? Miré hacia arriba, más allá de las cabezas que no me dejaban ver la luz y se lo pregunté: “Abuelo ¿no crees que es suficiente?”. Sí, porque ya empezaba a tener calor: aquel bloque que otrora fuera helado había comenzado a derretirse por cuenta de las lágrimas; el sudor que destilábamos todos en pleno invierno era la prueba de ello. Por eso le pedí al responsable que parara, pero mi abuelo siempre fue un poco sinvergüenza, malicioso vaya, y no iba a cambiar después de muerto.
Yo conocía a mi abuelo, claro, cómo no iba a conocerlo después de convivir durante tres años con él; tres años en los que soporté su caprichoso humor de fiera domesticada, en los que supe de boca de mi abuela acerca de sus andanzas de macho con ínfulas de semental, de sus frecuentes borracheras con amargos finales, así que, de mi abuelo, que no me hicieran cuentos, que estoy casi segura de que fue él quien provocó todo aquel terremoto, porque era un jodedor, y además... porque era un abuelo cariñoso y amaba a sus nietos y a sus hijos, y del fiero boxeador que había sido en su juventud, sólo se acordaba cuando cogía alguna borrachera, pero por lo demás era un viejito lindo y oloroso a colonia, que siempre estaba dispuesto a sentar a alguno de sus nietos en su regazo, y que había hecho mucho para mantener unida a su numerosa familia, y pensando en esto me di cuenta de que mi lente estaba empañada, o sea que yo también me estaba contagiando de virus del abuelo, como se podría denominar a la fiebre que nos invadió aquella noche. Una fiebre líquida, de perdón y de buenos propósitos para el año que empezaba, un baño de lágrimas, un exorcismo navideño, una cadena familiar, en la que todos los que estábamos metidos (incluida mi recelosa cámara) nos sentíamos seguros y queridos, queriendo y queridos, protegidos por la luz del abuelo, más allá de las cabezas, del fin de año.
Ahora, desde la distancia, recuerdo aquel amasijo humano y caigo en la cuenta de que no ha habido otra noche igual, ni la habrá, estoy segura, somos tantos los que hemos emigrado que quizás aquel abrazo era el último, significaba algo y nosotros no lo sabíamos, pensábamos que se trataba sólo de una cadena de reacciones.

3 comentarios:

Anónimo dijo...

no hay mayor tristeza que estar fuera de tus raices,tus alegrias vivencias la gente que te quiere y no te mira como un extraño en tierra de nadie,mi bella cuba que lejos estas de mi bella dama cuanto me haces pensar,un saludo ivis,loretto

Ivis dijo...

Loretto, es cierto lo que dices, ojalá un día no muy lejano volvamos a ella, pero entre tanto, mira a tu alrededor y aprende, hay tanto por descubrir, tanto mundo, tantas cosas bonitas, recuerda esta frase: "si lloras por haber perdido el sol, las lágrimas te impedirán ver las estrellas". Un saludo y

Anónimo dijo...

es cierto un beso ah llegue aqui buscando cositas de cuba vivo en londres me encantan tus historias aqui tienes una asidua chao,loretto