Entre mis recuerdos hay uno muy especial y que aún me hace sonreír. Eran los tiempos en que mi padre ya viajaba y traía cosas exóticas de los países del este: copas de Bohemia, una vajilla de buena calidad -una rareza por entonces-, un samovar, cosas que mi tía Loren almacenaba como tesoros en su vitrina, de modo que estuvieran a la vista de todos, pero como todo lo bueno en esos tiempos, no se podían tocar.
Hasta un día en que sucedió un feliz acontecimiento: un conocido de mi padre, de no sé cuál país iba a venir a cenar a nuestra casa. Y entonces se armó el salpafuera porque aunque teníamos vajilla, no teníamos servilletas de tela (las de papel ni se conocían en aquellos tiempos) ni cubiertos elegantes, ni sabíamos muy bien cómo comportarnos. Toda la cuadra, literalmente, se puso en función de la comida. Así era en Cuba y aún funciona así en algunas zonas: los vecinos te ayudan desinteresadamente (y por regla de tres también te joden).
Una de las que más colaboró fue Ana, la de enfrente, que nos prestó un precioso mantel de hilo a juego con sus servilletas y estuvo con mi tía todo el día cocinando los manjares más exquisitos, manjares que nunca había visto en mi vida, o al menos servidos de esa forma tan elegante. Durante todo el día en la casa hubo un trasiego de gentes en constante actividad, si no fuera por el olor que iba a quedar, creo que habrían hasta pintado las paredes, aunque afortunadamente el trabajo voluntario se limitó a limpiar (baldear) como siempre hacían mis primas, y adornarlo todo hasta dejarlo reluciente.
A las siete de la tarde estábamos todos sentados en el portal esperando a que llegase mi padre con el ilustre visitante, como una familia de revistas. A mí me vistieron con mis mejores galas y aunque no era su costumbre, Apa incluso se había vestido y recortado el bigote. Mis primas lucían bucles en sus peinados, mi tía no parecía la cocinera desgreñada de todos los días, sino una dama elegante, y yo lucía sendos lazos en la cabeza. Mi madre, que era una gacela, había aprovechado para ponerse un conjunto modernísimo que le había traído mi padre de "afuera". Aquel fue mi primer contacto con un mundo que desconocía hasta entonces: el mundo de la etiqueta, que para los cubanos era algo así como una ciencia oculta.
La comida estaba riquísima -comida típica cubana, el refinamiento de mi tía no daba para más-. El visitante, de rojos mofletes, no entendía ni pizca de español aunque con sus sonrisas y ademanes daba muestras de estar muy complacido, de modo que la charla fue un fiasco y todos nos quedamos con las ganas de conocer un poco más a aquel extraterrestre que de pronto había aterrizado en nuestra casa. Un hombre de fuera, ¡un misterio! Y menos mal que era de un país socialista, porque de lo contrario hubiera sido un grave problema relacionarnos con él. Pero en este caso era un acto de fraternidad entre pueblos hermanos; un modo de enseñarle a los "camaradas" cómo vivíamos y comíamos los cubanos: con manteles de hilo y copas de bohemia, con fuentes para el potaje y el arroz y sobre todo, educadamente, sin discutir por la comida (en el caso de mis primas), dejando comida en el plato (para las cucarachas) y llevándonos la servilleta a la boca antes y después de beber agua. Aprovechando que el invitado no se enteraba de nada, nosotros nos reíamos hablando por lo bajo de lo bien que se nos daba el paripé y el pobre de mi padre intentaba traducirle al señor lo menos posible, con la cara roja por la vergüenza. Y lo estaba logrando hasta que voy y le digo: "Papi, pregúntale si ellos allá comen de esta manera todos los días". La mesa se vino abajo de las risas de todos, incluyedo mi padre que a esas alturas ya no pudo seguir disimulando. Afortundamente el visitante nunca llegó a saber por qué.
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