sábado, 14 de junio de 2008

Pasaje Cadena Azul. La sorpresa

A veces mi padre se pasaba largas temporadas de viaje, y yo no veía el momento de que regresase por fín. Una y otra vez le preguntaba a mi madre: -¿Cuándo viene? Y ella me contestaba una fecha aproximada, algo así como: "cuando te duermas y te despiertes y te vuelvas a dormir y te vuelvas a despertar y así quince días". Y luego continuaba: "por eso ahora mejor te duermes para que pase más rápido el tiempo" (siempre he sido dura para dormirme). Para mí daba igual si eran quince o cinco; era un tiempo interminable, y a veces juro que hasta sentía como un dolor en el pecho, un malestar, y era por eso, porque necesitaba a mi papá, el ser más maravilloso que había para mí sobre la faz de la tierra.
El despertar más feliz de mi vida fue aquel día en que escuché la voz de mi papá. Acababa de llegar de uno de sus largos viajes temprano en la mañana y conversaba en la sala con mis tíos. Recuerdo que empiné el oído para ver si era cierto, pues no era la primera vez en ese tiempo que confundía las voces de otros hombres con la suya, llevándome una gran decepción. Pero al escuchar su risa sonora, inconfundible, salté de la cama como un resorte y corrí a abrazarlo. Lo nuestro era un auténtico romance. Mi madre lo supo desde siempre y siempre estuvo celosa, pero nosotros no teníamos la culpa, ella sabía que después de mi padre a la persona que más quería en el mundo era a ella. Pero si me preguntaba le decía que a los dos los quería igual.
Aquella mañana fue gloriosa. Para empezar no me llevaron a la escuela, nos quedamos todos en casa y disfrutamos de un rico desayuno de leche con chocolate, un chocolate ruso que había traído mi padre de su viaje, y que era todo un lujo para nuestros paladares, como si en Cuba no se produjera, e incluso se exportara, el cacao.
Luego vino la parte del regalo: me gustaría ver mi cara de entonces al sacar de su estuche un precioso bebé de juguete que lloraba cuando uno lo ponía bocabajo. ¡Ah, qué contenta estaba, no lo podía creer! Era el mejor juguete de mi vida; le daba la vuelta una y otra vez intentando descifrar el mecanismo del llanto, y mientras tanto ya iba calculando cómo subirían mis acciones en casa de Alina y Aimée, cuando tocase jugar a las casitas y no fuera yo, por ésa vez, la mamá pobre que tenía que valerse del recurso de la lástima para agenciarse una de esas bonitas muñecas que les traía su papá "de afuera".
Recuerdo la risa de mi padre al escucharme decir, tal y como me habían enseñado, la típica frase de "¿para qué te molestaste?". Esas formalidades que le enseñan a uno y que lucen tan postizas. Pero mi padre solamente se rió y me sentó en sus piernas, y yo me sentí la niña más feliz del mundo.
Pasado un rato ya quería bajarme porque para entonces ya ocupaba mi mente la próxima movida que sería salir al portal a enseñarle a todo el que pasase mi muñeca. Para ser más notable le pedí permiso a mi tía para bajar a la acera y ahí empecé a dar vueltas con mi bebé en la mano. Lástima que las vecinas estuvieran en la escuela porque sino ya habría dado el batazo. Pero hubo tiempo, y hubo más muñecas, más bonitas que éste bebé grande y con cara de bolo. Ahora que, como ese día, no hubo otro tan perfecto.

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