Aún recuerdo nítidamente cuando mi papá me trajo de regalo una piscina inflable, de esas que vendían en las tiendas caras, y si lo recuerdo tan bien es porque aquello fue todo un acontecimiento en el barrio.
La piscina azul tenía tres niveles hinchables, y un diseño estampado con unas ranitas sobre una hoja de loto. Claro que se hacía difícil ver el diseño una vez que dentro de ella se metieron todos los gordos de mi casa. Por poco me la ponchan, y ni qué decir tengo que el nivel del agua subió tanto que inundó el patio. La escena de mi tío, mi tía y mis dos primas metidos en (mi) piscina era dolorosa para la vista. Han pasado muchos años y aún no se me ha borrado del recuerdo. Sobre todo porque se suponía que ellos no debían meterse, porque eran grandes (más que grandes). Pero claro, ¿quién le niega el derecho a nadie de tirarse un poco de agua por arriba en un mediodía cubano? Ah, eso podía ser causa de puñalada segura, (no en mi casa, aclaro, estoy exagerando para darle color a este relato.)
El ingenuo de mi padre, que se la pasaba trabajando, había llegado todo contento con la piscina desarmada bajo el brazo. Y allí fuimos todos a revisarla; era un objeto de lo más sofisticado. Tenía una bombita de pie para llenarla de aire sin esfuerzo, y traía parches y un pegamento especial por si se rompía. Falta que hicieron después. Antes le llamé ingenuo porque el pobre se tomó el trabajo de explicarle a mis tíos que la piscina era sólo para los niños, que nada de subirse tres o cuatro al mismo tiempo, que mis primas, que ya estaban mayores, se podían subir solamente de una en una, y nada de adultos ¡eh! Bien que lo había aclarado. Pero fue como hablarle a las paredes. En cuanto dio la espalda se armó la revolución. En un santiamén mi tía vació el patio de todos sus potingos y sillas viejas y se pusieron manos a la obra para inflar la dichosa piscina. ¿Tú la disfrutaste? Yo tampoco. Al principio me dejaron meterme dentro, con mis amiguitas de enfrente, mientras mis primas y mis tíos se afilaban los dientes mirándonos y calculando cómo meter sus gordos cuerpos dentro. Al rato dijo mi tía que teníamos que salir porque el agua estaba fría y nos podíamos resfriar. Y fue salir y mirar con desamparo cómo caían chapoteando dentro de mi linda piscina sus humanidades envueltas en carne. Pero era divertido, después de todo, verlos convertidos en niños por un rato. Riéndose y echando agua para afuera con sólo un movimiento del pie. Aquellos gordos eran lo más lindo que puede haber en la vida.
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